Caída imparable de los sindicatos
En Alemania, los trabajadores de los servicios públicos comunales han estado en huelga 14 semanas hasta que el pasado 30 de mayo la Administración llegó a un acuerdo con el sindicato unificado de servicios (Ver.di). La huelga comenzó en febrero por una cuestión que una buena parte de la opinión, conducida por los medios, consideró banal: aumentar en 18 minutos diarios la semana laboral, pasando de 38,5 horas a 40 horas en los Estados del Oeste; en los del Este ya se trabajaba las 40 horas. Los sindicatos consideraron un ataque frontal el que se intentara invertir la tendencia a reducir la jornada laboral, que se había mantenido desde las luchas encarnizadas a principio del pasado siglo por la jornada de ocho horas. El escándalo era más bien que, pese al crecimiento exponencial de la productividad, la jornada laboral en los últimos ciento y pico años se hubiese achicado a cuentagotas, y ahora se intentase nada menos que invertir el proceso. En esta argumentación, el sindicato no ha tenido en cuenta que la productividad en algunos servicios apenas crece, y además los pagan unos ayuntamientos cada vez más endeudados.
Después de casi cuatro meses de huelga, el sindicato ha tenido que conformarse con un empate que es más bien una derrota: en un sistema muy complicado que toma en consideración edad y tipo de servicio, unos trabajarán menos de 38 horas, otros hasta 42, pero la media al Oeste pasa de 38,5 horas a 38,92. Los sindicatos han tenido que aceptar el que se aumente, aunque fuese mínimamente, la jornada laboral, a pesar de que comenzaron la huelga para impedir que al aumento de la jornada laboral siguiera la supresión de las pagas extraordinarias, la jubilación a los 67 en vez de a los 65 años y un largo etcétera. Había que frenar el desmontaje continuo del Estado social.
El 25 de mayo se inauguró el Congreso de la Federación Alemana de Sindicatos (DGB) con un abucheo dirigido al ministro de Trabajo de la "gran coalición", el socialdemócrata Franz Müntefering, y calurosos aplausos a Oscar Lafontaine, que hacía un año que había abandonado el SPD para codirigir el nuevo "partido de izquierda". Comportamiento que puso de manifiesto la creciente división interna entre la fracción más de izquierda y la centrista que al final volvió a salir elegida. Los sindicatos alemanes han inscrito en su bandera la lucha por el salario mínimo (7,50 euros por hora, 1.200 euros mensuales, exactamente el doble de los 600 que en España se vislumbran en el horizonte), una reforma del seguro de enfermedad negociado y sobre todo mantener la protección ante el despido.
Pese al continuo desmontaje del Estado social, en la última década no ha dejado de decrecer el número de afiliados a los sindicatos. Cierto que en los momentos de lucha aumenta el número de miembros -en el primer mes de huelga se inscribieron 15.000 trabajadores en el sindicato unificado de servicios-, pero se pierden cuando las aguas vuelven a su cauce. Este continuo descenso de afiliados se debe a causas más de fondo que a la falta de combatividad, como creen los sectores más de izquierda. La más importante es la desindustrialización, que suprime las grandes unidades productivas que antes reunían a miles de obreros, con la consiguiente tercerización e individualización de la economía. El desempleo que conlleva la "sociedad posindustrial" -como antes la agricultura desalojaba mano de obra a la industria, ahora es ésta la que manda una buena parte al paro- pone al movimiento sindical en una situación crítica. Los sindicatos han dejado de ser organizaciones de lucha que defienden valores solidarios de clase, para convertirse en instituciones que ofrecen servicios y se les juzga por su eficiencia, cada vez más decreciente, en este ámbito. Dos cosas importa tener muy claras: la primera, que los sindicatos no se van a recuperar radicalizando sus posiciones; unos sindicatos ideológicos y combativos pertenecen al pasado. La segunda, que el modelo de Estado social que hemos construido no se sostiene a la larga sin unos sindicatos fuertes.
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