Representar ciudadanos
Parece que existe general consenso intelectual en España sobre la necesidad de reformar el Senado con el fin de articularlo como una auténtica Cámara de representación territorial, que institucionalice y estructure por fin la participación de las comunidades autónomas en la gobernación del Estado. La representación popular en esa Cámara refundada estaría territorializada, es decir, los senadores serían elegidos en el ámbito particular de cada comunidad autónoma y representarían los intereses de éstas como territorios diversos. En esto también existe consenso inicial.
Pues bien, es curioso anotar cómo la previsión de este futuro para la representación política en el Senado ha suscitado escasa reflexión sobre las consecuencias que debiera tener para con el sistema electoral hoy vigente para la otra Cámara legislativa española, el Congreso de los Diputados. Consecuencias que, sin embargo, se antojan bastante claras: puesto que, si por fin se llega a instaurar en España una Cámara de representación territorial, la otra, el Congreso de los Diputados, deberá serlo estrictamente de representación de los ciudadanos como tales. Ésa es la lógica intrínseca del bicameralismo federal: en una Cámara se representa al pueblo del Estado como conjunto de ciudadanos iguales, en la otra, a esos mismos ciudadanos pero como miembros de entidades territoriales distintas. Pues bien, siendo ésta la lógica obligada, hay que preguntarse si el sistema electoral vigente hoy para el Congreso de los Diputados configura efectivamente a éste como una Cámara de representación ciudadana. Y la respuesta indudable y unánime entre nuestros politólogos es que ello no es así, sino que, muy por el contrario, en el Congreso español prima el criterio de representación del territorio por encima de la representación del individuo/elector. De lo que se sigue que, de no modificarse a tiempo el sistema electoral utilizado para el Congreso de los Diputados, España ostentará el curioso récord de poseer dos cámaras de representación territorial, la una de las autonomías y la otra de las provincias. Y, por el contrario, ninguna de representación pura de los ciudadanos como tales, abstracción hecha de su adscripción territorial.
¿Por qué razón se considera que en el Congreso prima el criterio de representación territorial sobre el de ciudadanía? La respuesta es sencilla: por el hecho de que el artículo 68 de la Constitución eligió como circunscripción electoral la provincia y, además, asignó un mínimo obligado de representantes (dos congresistas) a cada una, aplicando un reparto proporcional de escaños por población sólo a partir de ese mínimo. Esta decisión (que en puridad fue preconstitucional) ha generado dos relevantes consecuencias a lo largo de los años de funcionamiento del sistema: la primera, una flagrante desigualdad del peso del voto individual según el territorio. La segunda, menos publicitada aunque más trascendente, una enorme pérdida de proporcionalidad de los resultados electorales, con efectos distorsionadores sobre el sistema de partidos.
En primer lugar, el sistema de circunscripciones adoptado hace que el valor del voto individual oscile de forma exagerada según sea el territorio del votante: si el promedio de ciudadanos españoles por escaño en el Congreso es de 96.412, en las provincias más sobrerrepresentadas es de 31.377, mientras que en la más infrarrepresentada es de 151.322. Ésa es la diferencia de valor entre el voto del soriano o del madrileño: la que va de 1 a 5.
Pero hay una consecuencia más grave del hecho de haber adoptado las provincias como circunscripciones electorales: la de haber creado así un gran número de circunscripciones electorales pequeñas, como universalmente se consideran aquellas que eligen menos de 6 o 7 representantes. Nada menos que 25 de un total de las 52 circunscripciones españolas son pequeñas. ¿Y qué importancia tiene ello para la representatividad? Fundamental, puesto que es el elemento del sistema electoral que más responsabilidad ostenta a la hora de generar una fuerte pérdida de representatividad de sus resultados conjuntos. No es la ley d'Hondt, que se usa para convertir votos en escaños, la responsable de la carencia de representatividad del sistema español, como suele a veces creerse, sino la proliferación de circunscripciones que aúnan las dos notas de pequeñez y sobrerrepresentación.
Es la territorialización del voto la que hace que España, a pesar de poseer teóricamente un sistema proporcional de representación (artículo 68.3º de la Constitución), obtenga de él resultados reales muy alejados de la proporcionalidad. En el índice de Lijphardt el sistema español tiene un índice de desproporcionalidad del 7,6, que es superior incluso a los índices de sistemas declaradamente mayoritarios como el de Gran Bretaña o Estado Unidos. La correlación entre porcentaje de voto ciudadano y porcentaje de escaños es en nuestro país escandalosamente baja.
Esa desproporcionalidad favorece a los dos partidos más votados y perjudica a los medianos o pequeños partidos de implantación nacional que obtienen sus votos en toda España (es el caso actual de IU, antes fue del CDS). Impide, en definitiva, que aparezcan nuevos partidos (una posibilidad que se está reclamando y haciendo urgente hoy en día) y nos condena a los electores a la pobre dieta del bipartidismo. Para los partidos nacionalistas, implantados sólidamente en las pocas circunscripciones en que reciben sus votos, el sistema es en general neutral o ligeramente positivo.
Hay que anotar, sin embargo, que el regalo que el sistema hace a los dos grandes partidos nacionales resulta envenenado en la práctica. En efecto, al privar de posibilidades a los terceros partidos nacionales obliga a los dos grandes a pactar con los nacionalistas cuando no obtienen la mayoría absoluta, convirtiendo así a éstos en árbitros de la política española. Así las cosas, no es una inexistente sobrerrepresentación de los partidos nacionalistas la que les otorga ese papel envidiable (como frecuentemente se escucha decir), sino que lo es el voraz apetito de los dos grandes partidos españoles al mantener contra viento y marea, y en su exclusivo interés, un sistema tan alejado de la proporcionalidad en sus resultados.
Siendo ello así, parece que la reforma del sistema electoral del Senado, al vaciar de sentido la territorialización del voto para el Congreso, obliga a una reforma que instaure por fin para esta Cámara el principio de igual valor del voto de todos los ciudadanos, residan donde residan. Para proteger a las provincias o territorios menos poblados estará el Senado: no quedará en pie coartada alguna para seguir aplazando la vigencia efectiva del principio de "un ciudadano, un voto".
José María Ruiz Soroa es abogado.
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