Las tropas extranjeras no logran controlar la violencia y los saqueos en Timor-Leste
El presidente y el primer ministro zanjan la crisis institucional y ponen fin a sus diferencias
Los más de 2.500 soldados extranjeros, en su mayoría australianos, llegados a Timor-Leste a petición del Gobierno, no lograron poner fin al caos en que está sumida la capital de este minúsculo Estado, que alcanzó su independencia en 2002. Ayer se sucedían los incendios y los saqueos en los barrios periféricos de Dili, si bien los tanques y blindados extranjeros consiguieron pacificar el centro. Mientras, el presidente, Xanana Gusmão, y el primer ministro, Mari Alkatiri, acordaron anoche poner fin a sus diferencias y zanjar la crisis institucional que amenazaba con desatar una guerra civil.
El sueño de independencia de Timor-Leste, después de vivir casi 500 años de colonialismo portugués y 25 más de brutal ocupación indonesia, parecía ayer una entelequia ante el intimidatorio despliegue militar del nuevo jefe de área, Australia, y las decenas de policías malaisios que patrullaban Dili para tratar de garantizar una seguridad precaria y llena de trampas, rumores y desmentidos. Pero, en general, la presencia de las fuerzas extranjeras evitó que la violencia se desbocara enloquecida un día más, tras unas últimas horas en que los machetes, los incendios de viviendas y la sangre recordaban a muchos las matanzas provocadas por las milicias proindonesias en 1999.
En el barrio de Caicoli, los australianos (que tienen orden de disparar a matar sólo en caso de ser atacados) detuvieron a varias personas que acababan de quemar una casa. Al caer la noche, decenas de personas saquearon el almacén de arroz de Naciones Unidas.
Los funcionarios de la ONU y de sus distintas agencias humanitarias, que tenían órdenes de evacuación, lloraban de impotencia por no poder quedarse con los timorenses en este momento crucial de su joven historia. Muchos no entendían la decisión de salir justo cuando llegan las tropas extranjeras. La portuguesa María Luisa Bairrada no podía contener la pena: "No hay razones para irse así. Yo trabajo en la cárcel, y en este momento es justo cuando hago más falta". Ian Martin, el enviado especial del secretario general de la ONU, Kofi Annan, tenía previsto llegar hoy a Dili para evaluar la situación sobre el terreno.
Dos españoles que trabajan para agencias de la ONU, Laura y Andrés, salieron también ayer rumbo a Australia, según confirmó Juan Antonio Cuadrado, un alférez de la Guardia Civil y de Unipol cuya foto llevándose la mano a la cabeza ante el horror ha dado estos días la vuelta al mundo. Cuadrado se ofreció como voluntario para mediar en un tiroteo entre unos policías cercados y unos militares rebeldes. Tras obtener garantías de que los militares dejarían salir a los policías si lo hacían desarmados, Cuadrado les acompañó hasta la calle; un militar abrió fuego, luego dispararon los demás. Mataron al menos a 12 policías. "No es nada fácil entender la violencia de este país", dice Cuadrado, que ha pasado en Timor casi un año.
El hambre empieza a aparecer con fuerza creciente. Miles de habitantes de Dili seguían ayer escondidos en misiones religiosas, iglesias y las calles más céntricas. No se atreven a regresar a sus casas por miedo a las bandas.
El ministro de Exteriores y premio Nobel de la Paz, José Ramos-Horta, mal afeitado y con cara de agotado, fue la única presencia visible del Estado en Dili. Desaparecida la policía de las calles como por ensalmo y supuestamente acantonadas las dos facciones del precario Ejército -la leal y la rebelde, cuyo enfrentamiento ha dado lugar al caos actual-, Ramos-Horta recorrió varias veces la ciudad, escoltado por tres furgonetas llenas de soldados australianos, para reunirse con las comunidades de los barrios más conflictivos. El objetivo era pedir a los vecinos que colaboren con los australianos denunciando a los incontrolados que saquean y queman las casas. Los incendios de viviendas se han convertido los últimos días de caos y anarquía en el macabro deporte nacional.
Según Ramos-Horta, sólo una minoría de esas docenas de ataques han tenido motivaciones políticas (como el que carbonizó a una mujer y a cinco de sus hijos el jueves: era cuñada del ministro del Interior, Rogelio Lobato). La mayoría, añadió el ministro, se deben a venganzas, a viejos odios personales o a un "hooliganismo súbito que es muy difícil de atajar para un gran Ejército".
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