Lo llevo en el sueldo
ANTES LA GENTE quería ser rica, ahora lo que quiere la gente es ser famosa. Antes la gente odiaba y veneraba a los ricos, hoy la gente odia y adora a los famosos. En realidad, todo el despliegue de la crónica social por desenmascarar a los famosos no es más que producto de la fascinación y de la envidia. Por su parte, todo famoso, grande o pequeño, se queja en algún momento amargamente de serlo. Los que no son famosos no entienden la queja y se ponen agresivos. "Eso lo llevas en el sueldo", dice el no famoso al famoso. A mí me han dicho alguna vez esa frase, y eso que yo (concretamente) no soy más que conocidilla. Pero como conocidilla que soy, también he notado el recelo de la mirada ajena y también me he quejado. Y también me han dicho: "Lo llevas en el sueldo". Y también me ha sentado a cuerno. Yo (sin ir más lejos) tengo un amiguete en Barcelona que tiene dinero, es guapo, y tiene una particularidad apasionante: se ha acostado con casi todas las escritoras de mi generación (conmigo no, amiguitos). Como consecuencia de sus hazañas bélicas, mi amigo ha salido como personaje en un montón de novelas. Cada poco, mi amigo me manda una novela en la que él aparece: mira, mira, en esta también salgo. Yo tengo un estante reservado sólo para las novelas en las que sale mi amigo. Mi amigo se merece una tesis, según yo. Mi amigo se merece una hostia, según algunas de ellas. Mujeres marcadas, se podría llamar dicha tesis. Mi amigo aparece como personaje cuando era joven e infiel a su ex señora (hoy escritora). Aparece también de madurito interesante practicando el sexo sin tregua en la novela de una joven literata a la que no le duelen prendas en detallar todas las monerías que mi amigo hace en la cama, monerías, que (siempre según esta joven escritora) al principio impresionan, pero al cabo de los días, las monerías, aunque impactantes, como la utilización de frutas y hortalizas, etcétera, en la consecución del acto, se hacen recurrentes. Monerías limitadas. Igual que había expertos de la canción francesa que excluían a Jacques Brel del canon, no por belga, sino porque había sido el único que no se había acostado con Edith Piaf, pudiera ser que aquellas escritoras que no nos hemos acostado con mi amigo y, por ende, no le hayamos sacado en nuestras novelas, fuéramos víctimas de algún tipo de exclusión en estudios académicos. Resumiendo, la relación de mi amigo con la literatura, como ven, es puramente sexual, algo que particularmente yo considero un hito. ¡Anda que no hay directores de cine desesperados que se hicieron directores por ver si pillaban algo, y poetas y novelistas! Pues bien, mi amigo ha llegado a la meta sin tener que molestarse en escribir una línea, ¿Es que no es prodigioso?; ¿no es, en la teoría de las especies, el animal que descubre el camino más corto el más inteligente? Mi amigo es una suerte de Pepín Bello de nuestros días, alguien que forma parte de una generación de artistas con el mero arte de la simpatía. O como mi amigo Luis Alegre, que en mi opinión se merecería una asignatura dedicada a él en la escuela de cine, puesto que es alguien imprescindible en el cine español sin hacer películas. Lo cual, a veces, es de agradecer. Pero, ay, nadie está contento con lo que tiene. Mi amigo tampoco. Mi amigo me escribe cada poco correos electrónicos llenos de lamentos, me dice: "Bien, de qué me sirve ser guapo, tener dinero, poderme costear tres terapeutas, dos médicos ayurvédicos y aparecer en novelas y novelas y novelas si mi nombre no se estampa ni siquiera en la parte de agradecimientos. Ellas creen que deben preservar mi anonimato". Y yo le digo: "Eres una leyenda". Y él me dice: "Estoy harto de ser una leyenda". Mi amigo quiere que le saque en uno de estos artículos, quiere que hable de él no sólo a nivel cuerpo dispensador de placer, sino a nivel profesional. Mi amigo quiere ser famoso, está al borde de la desesperación y me ha dicho, que aunque sea, ya en último caso, hace un esfuerzo y escribe una novela. Lo dice como el que dice que se va a tirar por el Viaducto. Y yo le digo: "Bah, no te metas en eso, tío, con lo bien que te va a ti como hombre de negocios". "Además", le digo, "si ser famoso es un coñazo, para qué quieres ser famoso, para que aquellos que te querían dejen de quererte, para que aquellos que no te querían te quieran ahora, para que ya no sepas si ligas por lo que eres o por lo que representas, para que de vez en cuando alguien te insulte públicamente. Pasa, tío, no merece la pena". Pero mi amigo no se cree lo que le digo; mi amigo, que está en el bando de los anónimos, sólo ve ventajas en ser famoso, y cuando yo le digo que no sea simple, se irrita, se irrita mucho, me llama coqueta, me dice que soy una mentirosa, que todos los famosos son unos mentirosos, los actores, los novelistas, "todos mentirosos, y ya no te digo los que dicen que quieren ocultarse, esos son los más embusteros; Salinger, el primero; Bob Dylan, el segundo, quién se cree que no quiere que le hagan homenajes en su sesenta y cinco cumpleaños. Esa coquetería sólo se la permite aquel que se ha pasado la vida recibiendo homenajes". Es en este momento en el que mi amigo se atreve de nuevo y me manda un MSM: "¿Me sacarás en tu artículo?". Muy bien, desde aquí te lo digo: aquí estás, ¡al fin!, no voy a dar tu nombre de momento porque a lo mejor no te gusta el enfoque. Igual lo lees y me escribes un correo: "Serás cabrona".
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