Científicos con buena pluma
La divulgación científica no goza de excesivo prestigio en España a diferencia de los países anglosajones. No obstante, los prejuicios academicistas comienzan a ser arrinconados por biólogos, matemáticos o antropólogos, dispuestos a explicar sus conocimientos. En realidad, los nuevos divulgadores siguen la estela que iniciaron pioneros de la talla de Cajal o Echegaray, dos premios Nobel.
Muchos científicos hacen divulgación de verdad, seria pero no aburrida, rigurosa pero no pedante
En ciencia, comunicar es ser. Contar qué hace uno, exponerlo ante los demás y someterse a la crítica de los colegas es el paso esencial para que el conocimiento adquiera carné de identidad, para que sea conocido, y reconocido, por los otros. Y ese hábito, el de escribir lo que uno ha aprendido para comunicarlo a los demás, ha llegado, en algunos casos, a configurar una doble personalidad. Los destinatarios de los escritos ya no son los propios colegas, sino el público en general. Los investigadores, así, ocupan con mayor o menor fortuna el terreno de los divulgadores y, aunque no es muy habitual en España, desde Cajal, trasmutado en Doctor Bacteria para escribir divulgación científica, hasta Miguel Delibes de Castro, biólogo, algunos científicos españoles han cambiado, aunque sea a ratos, el microscopio por la pluma.
Sagan, Jay Gould, Dawkins, Jared Diamond... la nómina de científicos anglosajones más conocidos por sus labores de divulgación que por sus aportaciones a la ciencia es abundante y brilla. Pero no ocurre lo mismo en nuestro idioma. Existe, aún hoy, aunque disminuyendo, la creencia entre buena parte de los investigadores de que la divulgación es un arte menor, y querer ser entendido por todos, una excentricidad. Las cosas, sin embargo, están cambiando. Si bien todavía no se considera un mérito propiamente dicho, ser entendido por todos, compartir la tarea con los periodistas científicos, ya no es un desdoro para los investigadores.
"La situación está cambiando,
es cierto, pero sigue vigente la idea de que el científico lo que tiene que hacer es ser serio, hablar para especialistas y ser entendido por unos pocos", comenta Javier Ordóñez, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad Autónoma de Madrid. Hay cada vez más científicos escribiendo libros de divulgación, algunos de los cuales se convierten en éxitos de ventas. A la cabeza de este grupo está, sin duda, Juan Luis Arsuaga, cuyo último libro La especie elegida (Temas de Hoy, 2006) lleva camino de ser también un éxito de ventas. "Arsuaga es el Asimov del Neandertal y de la paleontología", precisa Ordóñez, quien añade: "Le tengo mucha consideración. Ojalá hubiera muchos arsuagas, porque él ha conseguido convertir la paleontología en tema estrella".
En el mundo biológico, otro tema estrella del firmamento de la divulgación, brilla también Miguel Delibes de Castro, autor de libros de divulgación en los que se muestra, una vez más, cómo lo serio y riguroso no es aburrido ni lo divertido y ligero resulta banal. Su libro Vida (Temas de Hoy, 2004) es una de las mejores obras de divulgación escritas en español, tanto por la hondura de lo que cuenta como por la claridad en la exposición, sin olvidar su valentía adoptando puntos de vista dos pasos por delante del canon oficial académico.
"Escribo divulgación", señala Delibes, "porque me gustaría que otros supieran cosas que me parecen apasionantes. Es aquello típico de escribir lo que tú querrías leer, pero también disfruto y aprendo mucho haciéndolo". Hay, en algunos casos, un cierto sentido de obligación: en palabras de Juan Pérez Mercader, autor de ¿Qué sabemos del Universo? De antes del big bang al origen de la vida (Debate, 2000), un científico dedicado a la astrobiología y que además encuentra tiempo para divulgar ciencia, se trata de "devolver a la sociedad parte de lo que me ha hado permitiéndome vivir de la ciencia, la actividad más apasionante que conozco. Trato de aumentar la cultura de quienes con sus impuestos y esfuerzos han contribuido a mi desarrollo científico".
Delibes, por su parte, considera: "Hay etapas en la vida de un investigador (fundamentalmente, de joven, hasta los cuarenta años) en las que se está lleno de energía y se es muy activo haciendo ciencia de primer nivel (o intentándolo); creo que en ese periodo, que dura poco, puede ser mejor no dedicar mucho esfuerzo a la divulgación. Pero cuando haces ciencia más tranquila, formas parte de equipos brillantes y no hace especial falta que seas tú el que más tire del carro, hacer divulgación no sólo no es perder el tiempo, sino que te obliga a aprender y te ayuda a situar tu trabajo y el de todo el grupo en el marco de las ideas y los intereses de la sociedad que nos financia".
También en el campo de la genética aplicada el ingeniero agrónomo Francisco García Olmedo, Entre el placer y la necesidad: claves para una dieta inteligente (Crítica, 2001), ha escrito un libro muy interesante. Carles Lalueza, autor de Genes de neandertal (Síntesis, 2005), es uno de los más jóvenes en incorporarse a esta nómina de científicos divulgadores. Su trabajo de investigación se centra en la recuperación de ADN antiguo y paleogenética.
Pero, antes de los divulgadores actuales, también ha habido en España investigadores que se han preocupado por trasladar a sus contemporáneos algunos aspectos de la ciencia que hacía. Por ejemplo, Florencio Bustinza, biólogo, autor del libro Diez años de amistad con sir Alexander (1961), que fue el gran divulgador de la acción terapéutica casi milagrosa de los antibióticos en nuestro país, además de acompañar a Fleming. Escribió varios libros de divulgación sobre estos nuevos y sensacionales medicamentos.
Entre los médicos ha resultado más habitual el uso de la pluma para hablar directamente a sus pacientes potenciales o al público en general. José María Rodríguez Delgado, cuyas investigaciones cita Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades, es un buen ejemplo de ello, y su última obra, La mente del niño, cómo se forma y cómo hay que educarla (Santillana, 2001), así lo muestra. Pero, entre los médicos, quizá el mayor divulgador sea el polígrafo Gregorio Marañón, que de todo escribió y siempre con estilo claro y ganas de ser entendido.
Antes que todos ellos, a principios de siglo, el astrónomo Josep Comas i Solá escribía libros de divulgación sobre astronomía, por ejemplo, El cometa Halley (1910), y publicaba artículos en La Vanguardia. Fue director del observatorio Fabra, de Barcelona, y fundador de la Sociedad Astronómica de España y América, y descubrió varios cuerpos celestes. También destacó en su día Salvador Corbella Álvarez, autor del libro La teoría de Einstein al alcance de todos (Barcelona, 1921).
Carlos Castilla del Pino, psiquiatra; Francisco Ynduráin, físico; Ramón Margalef, en el campo de la ecología; Francisco García Olmedo, ingeniero agrónomo; Marià Alemany Lamana, bromatólogo, y Antonio Durán Guardeño, matemático, son algunos de los cada vez más numerosos investigadores que encuentran tiempo y ganas para escribir divulgación. Todos ellos han abandonado por un tiempo sus armas habituales y se han pasado al campo de los divulgadores. Y han sido capaces de hacer divulgación de verdad, seria pero no aburrida, rigurosa pero no pedante; han sido capaces de seguir el consejo de Carl Sagan: "Con el tiempo, uno se encuentra con que puede llegar casi a cualquier parte si camina por un sendero bien pavimentado que el público pueda recorrer".
Con frecuencia se utiliza el término alta divulgación para diferenciar la que realizan los científicos de la que abordan los divulgadores, como si no bastara la sencilla distinción entre buena y mala divulgación, la haga quien la haga. "Hablar de alta divulgación me saca de quicio", manifiesta Javier Ordóñez. "Será buena o mala", agrega, "como la ciencia que hace cada uno es buena o mala". También existe aún el prejuicio contra el nombre y algunos investigadores, en opinión de Ordóñez, prefieren llamar ensayo en vez de divulgación a su tarea. "Creo que", afirma, "si miras el panorama internacional, ves que el ensayo y la divulgación se mezclan, como por ejemplo en las obras del geógrafo y antropólogo Jared Diamond".
Además de abordar la divulgación, algunos científicos han probado la creación literaria. El más famoso es José Echegaray, matemático, ministro varias veces, creador del Banco de España y premio Nobel de Literatura en el año 1904. El Gran Galeoto (1881) es la obra más conocida de este prolífico dramaturgo que también cultivó el género de la divulgación. Más reciente, de escasa obra pero de profunda huella son Luis Martín Santos y su Tiempo de silencio (Seix Barral, 1961), un friso social que retrata la vida en un laboratorio o los ingenieros Gabriel Celaya y Juan Benet que han marcado la poesía y la narrativa del siglo XX, respectivamente.
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