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Sobre Montenegro

La geografía: "Cuando Dios hubo terminado de crear el mundo [cuenta una vieja leyenda local], se percató de que, en el fondo de su zurrón ya vacío, habían quedado olvidados numerosos guijarros. Entonces los cogió de un puñado y los arrojó sin mirar. Las piedras cayeron juntas sobre una pequeña comarca del sur de Europa, y así es como se formó Montenegro". La historia: "Durante siglos [explica un apólogo mucho más moderno], toda la península balcánica gemía bajo el yugo turco... ¿Toda? Toda, no: en el rincón más abrupto e inaccesible de los Balcanes, unos pocos miles de montañeses ortodoxos desafiaban a los otomanos igual que la aldea de Astérix a las legiones romanas... y lograron, como los galos del célebre cómic, preservar siempre su celosa independencia. Esos montañeses indómitos eran los montenegrinos".

La geografía y la historia -no la lengua, ni la cultura, ni la religión- han sido, a lo largo de más de seis siglos, los principales vectores de la identidad montenegrina. Después del colapso de la Serbia medieval a fines del siglo XIV, y al amparo de un relieve orográfico que todavía hoy resulta impresionante, los habitantes autóctonos de esa zona y otros eslavos refugiados en ella huyendo de la invasión turca crearon una forma rudimentaria de organización política que, antes de concluir el siglo XV, ya poseía dos rasgos duraderos: un topónimo conocido en toda la cuenca mediterránea (Montenegro, en serbio Crna Gora) y una capital, Cetinje.

La temprana estatalidad montenegrina, consolidada en una lucha incesante contra los turcos, adoptó desde 1516 una forma peculiar que contribuiría sin duda a singularizarla: tanto el poder espiritual como el temporal sobre el diminuto enclave montañés lo ejercían los obispos o vladikas de Cetinje, a modo de pequeños etnarcas elegidos por asambleas locales de eclesiásticos, notables y fieles. A partir de 1696, la sucesión de estos príncipes-obispos adquirió carácter hereditario en el seno de la familia o dinastía de los Petrovic-Njegos, aunque, siendo los obispos ortodoxos forzosamente célibes, el trono se transmitía por regla general de tío a sobrino. El primero de los vladikas hereditarios, Danilo I, consiguió que Rusia reconociese en 1715 la independencia de Montenegro, y anudó con la gran potencia eslavoortodoxa una relación privilegiada que iba a ayudar al principado balcánico a superar su complejo de pequeñez: "Los rusos y nosotros, juntos, somos 100 millones", gustarían de repetir con humor los montenegrinos del ochocientos.

Actor modesto, aunque con voz propia en la diplomacia europea del este desde finales del siglo XVIII, Montenegro fue gobernado entre 1830 y 1851 por Pedro II, reformador, guerrero y poeta cuya epopeya Gorski vijenac (La guirnalda de las montañas) es considerada una de las cumbres de la épica en lengua serbia. Él fue el último vladika reinante, pues su sucesor, Danilo II, renunció a la función episcopal, secularizó el Estado y se proclamó gospodar o príncipe laico de Montenegro. Asesinado en 1860, le reemplazó su sobrino Nicolás I, empeñado durante más de cinco décadas en transformar -cito al historiador británico H. C. Darby- aquella "sociedad homérica de caudillos montañeses en un Estado organizado del siglo XIX". No lo conseguiría del todo, pero logró del Congreso de Berlín (1878) el pleno reconocimiento internacional para su país, triplicó el territorio de éste gracias a las últimas guerras contra Turquía y, merced a una hábil política de enlaces matrimoniales con los Saboya, los Karageorgevic, los Romanov y los Hohenzollern, se ganó el título oficioso de suegro de Europa y la dignidad oficial de rey de Montenegro en 1910.

Beligerante desde el comienzo de la I Guerra Mundial en el bando aliado, Montenegro conoció la invasión austriaca y, en 1916, el exilio del rey Nicolás, en cuya ausencia -y bajo presión de las bayonetas serbias- una asamblea nacional montenegrina votó a finales de 1918 la desaparición del reino y la unión con Serbia. En su reciente y formidable libro sobre la Conferencia de Versalles (París, 1919. Seis meses que cambiaron el mundo, Tusquets, 2005), la historiadora canadiense Margaret MacMillan recoge los escrúpulos del presidente Woodrow Wilson y otros líderes aliados ante el trato dado a Montenegro y a su derecho de autodeterminación. Lo ocurrido, en efecto, fue un escarnio a los principios wilsonianos y una burda anexión del pequeño por el grande.

Con todo, la identidad montenegrina no desapareció dentro del pretendido crisol yugoslavo -prueba de ello es que Tito le dio en 1946 estatus de república federada, pese a no tener ni lengua ni religión distintivas-, ni tampoco ha resucitado ahora artificialmente al servicio de unos gobernantes mafiosos: el 1 de octubre de 1989, antes de la implosión de Yugoslavia y de la caída del muro de Berlín, el retorno desde San Remo hasta Cetinje de los restos del rey Nicolás y su familia ya congregó en las calles a 200.000 personas, uno de cada tres montenegrinos... Claro que las crisis balcánicas de los últimos tres lustros han reactivado el sentimiento diferencial y dado alas a los partidarios de divorciarse de Belgrado.

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La victoria independentista del domingo (por 10,8 puntos de diferencia) no es un modelo válido para nuestras latitudes, porque no vivimos en los Balcanes, porque España no es Serbia -aunque algunos aprendices de Milosevic o de Karadzic sí tenemos...- y porque ni Cataluña ni Euskadi han sido Estados independientes con reconocimiento internacional durante los siglos XIX o XX. Pero aquel referéndum demuestra una vez más que el mapa político europeo no es intangible, y que la diplomacia acaba por inclinarse ante las mayorías democráticamente expresadas. Esas son las lecciones que retener.

En el magnífico volumen citado más arriba, M. MacMillan escribe sobre el Montenegro de 1919: "El país, un punto en el mapa tan pequeño que pocas personas lograban encontrarlo, era absurdo y heroico, remoto y hermoso". Ahora, además, vuelve a ser libre.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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