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Columna
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Filatelia

El cuantioso descalabro de las filatélicas me deja perplejo y contrito. Mi padre era filatélico, vale decir que coleccionaba sellos, y yo, de niño, le había acompañado con frecuencia a comprarlos o canjearlos, bien a un establecimiento especializado, bien a un mercadillo semanal que se instalaba en un rincón de la Plaza Real, frente a la famosa tienda del taxidermista. Ni la más virulenta nostalgia me haría recordar con ilusión estas andanzas. Como entonces yo coleccionaba cromos de películas, comprendía la pasión del coleccionista y el valor económico y emocional de una pieza en virtud de su rareza y no de su contenido o su calidad, pero los sellos, diminutos, pálidos y reiterativos, nunca estimularon mi imaginación ni despertaron mi interés. El servicio postal, con sus minuciosos trámites, no era la materia de que estaban hechos mis sueños. De la filatelia guardo, pues, un recuerdo nebuloso, un poco triste, asociado a una época monótona y timorata. Javier Marías escribió que la filatelia era una afición característica de Barcelona. Supongo que la identificaba con un prototipo de catalán sedentario, cauto, metódico, enemigo de aventuras. Cuando lo leí me pareció bien visto. No hace falta decir hasta qué punto nos equivocábamos estrepitosamente.

En cuanto al sello, yo estaba convencido de que el servicio de correos había evolucionado con los avances tecnológicos, salvo algún residuo polvoriento y malcarado, conservado por mor del costumbrismo, y que, sin haber eliminado la estampilla, los nuevos tiempos habían quitado todo valor a un adminículo tan reñido con la cibernética que funciona a lametazos. Una equivocación sustentada en dos errores: pensar que hay algo que está a salvo de la especulación, y desconocer los efectos de la densidad demográfica.

Lo malo es que no escarmiento. Un pleito reciente sobre derechos de imagen convierte en noticia una conocida marca de gomas de borrar que también me retrotrae a la infancia. Hace pocos años compré una, no sin dificultad. El vendedor me dijo que el uso generalizado del ordenador había hecho obsoleto el producto. Hoy leo que estas gomas facturan más de 15 millones de euros al año.

Ahora cuando borro o recibo una carta no sé si el mundo se amplía o yo me encojo.

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