Aquellos viejos fascismos
"Nosotros somos intelectuales pertenecientes a una generación ante todo política, que entiende la política de manera radical, y, por lo tanto, vinculada a principios trascendentales. Como estilo de vida hemos elegido la milicia y esta milicia la practicamos con la pluma, pero también con la espada... Toda nuestra existencia se juega a este albur de la guerra". Así se definía Falange ante la II Guerra Mundial en un editorial de El Escorial de diciembre de 1941. Y, por si quedaban dudas, añadía: "Y así fuimos siempre, porque el combate que la Falange empeñó antes del primer tronar de ametralladoras en las calles desapacibles de España, contra el marxismo y contra el liberalismo de izquierdas o de derechas, fue ante todo 'dialéctica de puños y pistolas".
Tras la Guerra Civil española, Europa estaba en manos de regímenes totalitarios, y las democracias habían quedado reducidas a unos pocos países. Era la Europa de los viejos fascismos de uniformes, correajes, brazo en alto, antisemitismo, paradas militares, manifestaciones, concentraciones y mítines de masas, provocaciones, atentados y asesinatos. Dialéctica de puños y pistolas, en suma. No en vano, uno de los eslóganes preferidos de las SA (Secciones de Asalto, las fuerzas de choque nazis) era: "Adueñarse de la calle es la clave del poder del Estado". Y así, como señala Alan Bullock, "desde el principio de 1930 la lucha política en el Reichstag y en las elecciones se completó -y en parte fue sustituida- por los choques en las calles entre las fuerzas armadas del partido y los elementos rivales". Son los viejos fascismos que han quedado fijados en nuestras retinas y memoria a través de documentales, películas, libros, reportajes, revistas, relatos orales, etcétera. Su barbarie (y aquí cabría incluir también otros regímenes totalitarios como el estalinismo) los relegó finalmente al baúl de la historia, aunque algunos tardaran casi cuatro décadas o más en desaparecer. Hoy son parte de un pasado maldito que muchos ciudadanos europeos querrían olvidar para siempre. Hoy vivimos en el convencimiento de que su retorno es imposible, por mucho que grupúsculos de nostálgicos, políticamente marginales, los reivindiquen.
Y, sin embargo, la asunción de valores totalitarios no tiene por qué adoptar las mismas formas y símbolos. La historia nunca se repite del mismo modo. El peligro, de existir, no estaría, pues, en los nostálgicos del pasado, sino en la voluntad política de controlar el poder por los medios que sean, impregnando los sistemas democráticos de comportamientos totalitarios, corruptos y de intolerancia, que serían presentados como normales. Y, a veces, se tiene la impresión de que los principios de la propaganda de Joseph Goebbels están invadiendo el discurso político y mediático. Se trata de simplificar al máximo el mensaje y el análisis de la realidad aun a costa de deformarla; de convertir a todos los adversarios en un enemigo único (ellos y nosotros); de banalizar los errores propios y magnificar los de los adversarios (aun cuando ni siquiera se trate de errores, sino de enfoques políticos distintos); de popularizar, repitiéndolos hasta la saciedad, eslóganes simples que anulan el análisis político y desvirtúan o falsean intencionadamente la realidad; de crear un alud de acusaciones -poco importa que sean falsas- contra el adversario. En definitiva, de hacer bueno el principio goebbelsiano de que "una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad".
Ciertamente, no estamos en los años treinta. Pero el pensamiento neoconservador impregna progresivamente el discurso occidental -incluso de aquellos que no participan de sus premisas- fundamentalmente en dos campos: el de los valores democráticos y el de la información. En el primero, desde el 11-S de 2001, gana terreno la falacia de que para garantizar la seguridad hay que sacrificar, quizá, algunos derechos y libertades: la Patriot Act, aprobada en Estados Unidos inmediatamente después de los brutales atentados, es la expresión legal de aquella falsa dicotomía; Guantánamo, Abu Ghraib, los secuestros y las cárceles secretas donde se tortura impunemente son la prueba evidente del retroceso en derechos y libertades. En el segundo, la tergiversación de las palabras (por no mencionar las mentiras con que se justificó la invasión de Irak) se impone: los territorios ocupados son "territorios en disputa" (Palestina) o "territorios liberados" (Irak); las matanzas de civiles en las operaciones militares son "daños colaterales"; la resistencia iraquí es calificada abusivamente de "terroristas" (y, ciertamente, Al Qaeda ha perpetrado en Irak algunos de los mayores atentados terroristas, pero no se puede reducir la resistencia a Al Qaeda) o, en el mejor de los casos, de "insurgentes", y las tropas ocupantes son las "tropas de la coalición", y, así, un largo etcétera. Por estos pagos no va mejor. De creer algunos discursos, cómo no repetidos hasta la náusea, aunque sean mentira, "España se rompe", "se balcaniza", y no se ha querido investigar (se sobrentiende, el PSOE no ha querido investigar) quién fue el inductor intelectual de los atentados del 11 de marzo de 2004 (se sobrentiende, ETA), por poner sólo algunos ejemplos.
El discurso neoconservador (aquí y allí) y las prácticas de propaganda política que utiliza no suponen el regreso de los viejos fascismos. Pero son un intento de delimitar los valores democráticos y las libertades. Del mismo modo, ayer con las pistolas y hoy con la pluma (algunos han practicado ambas cosas), se intenta tergiversar nuestro pasado más inmediato y reescribir la historia. Sin duda, la II República cometió muchos errores (sobre todo la brutal represión no institucional -en eso se diferencia claramente de la represión franquista, que fue institucional y perduró más allá de la guerra- que se desencadenó tras el golpe de Estado militar), pero también, sin duda, fue un referente de valores democráticos y de voluntad de transformación cuyo legado este año conmemoramos. Porque el problema no es que Hitler enloqueciera -como creen algunos-, sino la capacidad que demostró el nazismo (y otros regímenes totalitarios) para hacer enloquecer a casi todo un pueblo. Y para esa enfermedad, por mucho que cambien los tiempos, conviene vacunarse de nuevo.
Antoni Segura es catedrático de Historia Contemporánea y director del Centre d'Estudis Històrics Internacionals de la Universidad de Barcelona.
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