Quino
Una de las cosas que siempre me ha sorprendido de los grandes humoristas cuando los he conocido en persona, es lo serios que son. Quizá hace falta esa seriedad para poder captar a punta de lápiz las historias que nacen y mueren cada día en esa zona abisal del pensamiento a la que sólo se puede llegar mediante la risa, porque desde cualquier otro ángulo serían insoportables. El humor en realidad no es más que la otra cara de la tragedia, por eso se cuentan tantos chistes en los velatorios.
Si repasamos las mejores novelas humorísticas de la literatura española, nos daremos cuenta de que son bastante trágicas. El Lazarillo de Tormes, que representa la obra cumbre de la literatura picaresca es, si se piensa, una historia tristísima. Cuenta la vida de un muchacho que nace hijo de una prostituta y que tiene que abandonar su casa para marcharse con un ciego. Pasa hambre, frío y todo tipo de calamidades. Lo explotan, lo esclaviza un montón de gente y al final se casa con una mujer que lo engaña. Sin embargo, hay en el fondo de esa novela un desgarro interior que nos hace sonreír, tal vez por esa ternura ácida que rompe la tentación del victimismo.
Decía Bergson que el humor es una espera decepcionada. Los mejores dibujantes de historietas son genios del pensamiento paradójico, hombres silenciosos y tímidos que pasan de puntillas por la acera para que nadie repare en ellos y se sientan en los bancos de los parques con un bloc y un rotulador, esperando capturar en una viñeta, el vuelo bajo de la vida, ante la cual es bien cierto que uno nunca sabe si reír o llorar. No son tipos graciosos, ni extrovertidos, ni de verbo fácil, sino maestros de esgrima que pueden parar una estocada mortal con un verso de poeta, como el dibujante Quino, que estuvo la semana pasada en Gijón para recordarnos que la ironía tiene alma de ruiseñor solitario. Tal vez por eso un día este tanguista de viñetas decidió traer al mundo a una niña preguntona e irreductible, furibunda antisopa, que nos enseñó que la Burocracia es una tortuga regalona y torpe que hace honor a su nombre. Mafalda acudió a la cita con un vestidito rojo y calcetines blancos, y escucho con paciencia estoica todo lo que allí se dijo sobre ella aunque lo mejor ya lo había sentenciado hace años Cortázar, porteño también él y surrealista como buen cronopio: "Lo importante no es lo que yo pueda pensar de Mafalda, sino lo que Mafalda piensa de mí".
La lluvia caía al bies como en los tangos de Discépolo, que además de argentinos también son tristes. Un grupo de escritores y periodistas fotografiábamos las esquinas de Gijón la nuit desde sus ángulos más insólitos: un paseo de vuelta por la playa, un dibujante alto y flaco con el pelo muy blanco y mirada de niño que vuelve al hotel caminando por el medio de un parque y una muchacha con chubasquero que lo sigue de cerca con un álbum de Mafalda bajo el brazo, firmado con una dedicatoria que tal vez alguien soñó un día en la estación del subterráneo de la Plaza de Mayo: "Quiero que me dibujes una guitarra finita como un corazón". Gracias, Quino.
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