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La veleta no cambia, es el viento

La formulación de este título no es mía, sino de Edgar Faure, uno de los políticos más agudos de la IV República francesa y último recurso de muchos conflictos en su país. Los vientos, como él decía, son caprichosos, y oponerse a su vuelo es casi siempre inútil y con frecuencia nocivo. Lo que hay que hacer es acompañarlos y dar razón de nuestro acompañamiento. Los vientos del siglo XX han sido dramáticamente mudables en todos los ámbitos. La crisis, entendiendo por tal la mutación rupturista, ha sido su característica fundamental. Claro que el mundo y la vida de los hombres son objeto permanente de cambios, pero en los últimos 120 años han sido sometidos a una aceleración extraordinaria. Cambios que nos han arrastrado con ellos sin que nadie haya querido detenerse en ningún porqué. Ni siquiera aquellos que tienen una responsabilidad especial por haber hecho de la explicación cotidiana del acontecer de la realidad su oficio principal y haberse alistado así en la pedagogía ciudadana: digo escritores inscritos en la notoriedad people, ensayistas mediáticos, intelectuales catódicos con urgencias de masa, etc.

Tanto más cuanto que los vientos que nos sacuden son vientos rugosos, regresivos, que han invertido las corrientes que antes nos empujaban, arrastrándonos con ellos y haciéndonos saltar de campo sin dar una sola razón, sin decir una sola palabra. Con lo que el desconcierto y la orfandad se han convertido en nuestra condición irrenunciable. Pues ¿cómo asumir que los dos inexorables denostadores de la Unión Soviética que fueron Alexandr Solzhenitsyn y Alexandr Zinoviev hayan endosado, al final de sus vidas, el sayo antidemocrático, y Zinoviev haya hecho a la perestroika la responsable de todos los males actuales de Rusia? Y, más cerca de nosotros, ¿cómo aceptar sin desgarramientos que esos grandes luchadores por la democracia que fueron nuestros modelos, Bronislaw Geremek, Georgy Konrad, Václav Havel, Adam Michnik, se alineasen con las posiciones de Bush en política exterior y se apuntasen con entusiasmo a una guerra que nada imponía? Havel polemiza a principios de 2003 en The New Yorker en defensa de la invasión con el periodista norteamericano David Remnik; Konrad publica un ensayo en el Frankfurter Allgemeine Zeitung y Michnik se enfrenta en Francia con el también periodista Bernard Guetta y envía a este diario su texto Nosotros, los traidores, que aparece el 2 de abril de 2003 respondiendo al artículo de Christian Semler en Die Tageszeitung del 8 de marzo del mismo año.

La estructura argumental de estos alegatos se repite en todos ellos, la lucha contra las dictaduras y el terrorismo personificados en Sadam Husein es la piedra angular de su demostración. En ningún momento se entra en el tema del petróleo y en los manejos de Bush y de Halliburton, previos a la guerra; se omite la falsedad de los pretendidos contactos entre Al Queda y Sadam Husein, se silencia el hecho de que Irak no hubiese intervenido en ninguna acción terrorista en los países occidentales; se pasa por alto el inevitable enfrentamiento bélico entre suníes y chiíes, y se convierte a los partidarios de Sadam en resistentes y a sus tropas en fuerzas de liberación. Sin olvidar el escarnio de los derechos humanos que han supuesto Abu Ghraib, Guantánamo y la legitimación democrática de la tortura.

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La verdad es que el sí a la guerra es un acto de vasallaje a Bush y a su política con el fin de asegurarse la protección del dispositivo militar norteamericano dada la inanidad de la defensa europea y teniendo en cuenta el temor a que se repitan las agresiones del pasado, sobre todo en función del renaciente expansionismo ruso. Actitud que se ha traducido en la inquietante derechización autieuropea y que ha reducido políticamente la integración en la Unión Europea a su incorporación a la OTAN, con la consiguiente reacción de Rusia. Este basculamiento ¿fue dictado por miedo histórico o por euroatlantismo visceral?

¿Cómo pudo suceder que la tentativa más radical de subversión del orden capitalista y de liquidación de la sociedad del lucro se transformase en menos de una década en la cazuela en la que se cocieron lo posmodernoy la economía financiera y se guisara el social-liberalismo que es nuestro pensamiento único, sin que nadie nos advirtiera de la fechoría? Pero siempre hay un justo, que en este caso se llamó Guy Hocquenghem, quien en un texto vitriólicamente demoledor, Carta abierta a los que han pasado del cuello Mao al Club Rotary, nos explica cómo fue y a manos de quién. Alain Frinkielkraut, André Glucksmann, Pascal Bruckner, Bernard-Henri Lévy, Philippe Sollers, Bernard Kouchner, Serge July, Romain Goupil, los feroces gauchistas de la primera mitad de los setenta, de vuelta de todas las revoluciones, cruzados del antitotalitarismo de derechas, vestidos con el hábito curalotodo de los derechos humanos, impugnan la rebeldía política y la mutación social con el mismo furor con que antes querían imponerlas. El primado de las reformas y la adaptación a lo nuevo son hoy sus dos grandes dogmas que les eximen de darnos razón del abandono de sus viejos amores, de su giro de 180 grados.

Los vientos en España han sido vientos engañosos que bajo el lema de la transparencia han escondido la trampa de la falsificación del pasado, clave para el sepultamiento de la memoria. Los primeros beneficiarios de esta amnesia impuesta han sido los miembros de la clase dominante y en especial de su sector político, que no han cambiado porque o han negado su pasado o, de recordarlo, lo han considerado un antecedente necesario y coherente con sus posiciones actuales. Que los líderes de la derecha democrática fueran los prohombres del franquismo, que Adolfo Suárez pasase sin bajarse del coche oficial de la presidencia del Movimiento Nacional a la del primer Gobierno de la democracia, nada tiene, según ellos, que merezca explicación, pues es simple prueba de que el primero fue condición imperativa de la segunda.

En nuestro caso todo ha girado en torno de la legitimación democrática de la designación por Franco de Juan Carlos de Borbón, y a ese carro se han subido los protagonistas más destacados de la escuadra franquista. Sólo dos ejemplos: Torcuato Fernández-Miranda y Laureano López Rodó (vid. Lo que el Rey me ha pedido y La larga marcha hacia la Monarquía, respectivamente). En los otros casos, los partidos han hecho una lectura del proceso pro domo sua. Javier Tusell, para la UCD, y la presentación canónica que representa el libro de la Editorial Sistema sobre este tema, para el PSOE, eliminando, obviamente, cuanto contradice su línea -por lo que a mí me toca la omisión, en una bibliografía de 40 páginas, de los ocho textos que he escrito sobre la transición-. A partir de ahí, por una parte no nos hemos ahorrado ningún travestimiento y, por otra, ha bastado que José María Aznar levantase la veda para que muchos nostálgicos del esplendor franquista que, al final del periodo, se pusieron por si acaso la careta, se la quitasen ahora agresivamente. Ejemplos, numerosísimos, pero sólo citaré el de un hombre antes del progreso, cuya integridad y entereza pude vivir de cerca en Triunfo y La Calle. ¿Qué le ha sucedido a César Alonso de los Ríos, qué le ha llevado a su actual reaccionarismo? A no ser que tenga razón mi admirado Vicente Verdú, otro mutante, cuando sostiene que hoy los reaccionarios somos los progresistas.

El honor de la memoria democrática lo han salvado, en este caso, dos hombres de bien, que fueron falangistas iniciales y nos han dado cumplida y convincente noticia de las causas y los momentos de su abandono del totalitarismo y su apuesta por la democracia. Dionisio Ridruejo, en sus Memorias, y Pedro Laín Entralgo, en su Descargo de conciencia, testimonios admirables de una inversión ideológica radical, no sólo nos hablan de su peripecia personal, sino que nos ayudan a comprender el papel determinante que personas como ellas tuvieron en el desmontaje de lo que se ha llamado el franquismo sociológico y en la recuperación de los referentes democráticos. Ridruejo y Laín, y otros como ellos, desde la sociedad civil y montados en su transformación socioeconómica y en la pregnancia europea de la derecha civilizada española, contribuyeron a casi pre-enterrar a Franco en vida. Este reconocimiento nos confirma que si queremos que la veleta resista a los vientos, hemos de consolidar sus condiciones de existencia, en particular sus cimientos. Que en nuestro caso se llaman valores, lealtades, convicciones.

José Vidal-Beneyto es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense y editor de Hacia una sociedad civil global.

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