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Tribuna:
Tribuna
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Verdades y mentiras

Aunque despacio, algo vamos ganando. La primera vez que Fernando Savater se refirió a este modesto historiador desde las páginas de EL PAÍS, fue para tratarme de tonto. La segunda, en agosto de 2003, trabucó desdeñosamente mis apellidos. La tercera -el pasado 15 de mayo- ya los ha escrito bien, y sólo me tacha de embustero. ¿Será, como en la secuencia final de Casablanca, el comienzo de una gran amistad?

El caso es que, en un acto político convocado por ¡Basta Ya! en San Sebastián no precisamente a favor de las perspectivas abiertas por el cese de la actividad de ETA, el filósofo donostiarra aseguró a principios de abril que la ley de Partidos Políticos de 2002 sólo desagrada "a los que tienen un pie en el Parlamento y otro en la calle, con la capucha puesta". Ante tan abusiva e insultante identificación entre el rechazo de dicha ley y la práctica del terrorismo, utilicé un artículo aparecido en la edición de EL PAÍS de Cataluña para recordar a Savater que, por lo menos en esta comunidad, somos muchos millares los ciudadanos de casi todas las sensibilidades políticas y sin veleidad filoterrorista alguna que, en 2002 como hoy, consideramos la ley de Partidos democráticamente regresiva, jurídicamente dudosa y políticamente poco eficaz -ahí están, en el Parlamento de Vitoria, los diputados del Partido Comunista de las Tierras Vascas, ahí están los dirigentes de Batasuna haciendo declaraciones todos los días-; que, para resumirlo con uno de esos galicismos de los que gusta don Fernando, se trata de una loi scélérate. A lo cual éste me replica que no, que no existe en Cataluña esa oposición nutrida y transversal a la ley de marras, que eso es "otro embuste nacionalista, si me disculpan la redundancia" ¡Qué ingenioso!

Por fortuna, no se trata de una cuestión de fe ni de ciencia infusa, ni tampoco de un careo entre la palabra del señor Savater y la mía; el estado de opinión que yo describí y que el filósofo impugna concierne al dominio de las posiciones y las actitudes políticas, sobre las cuales hemerotecas y archivos arrojan un testimonio difícil de refutar. En Cataluña, durante el debate mediático y parlamentario sobre la ley de Partidos, dos de las cinco fuerzas con presencia institucional -Esquerra Republicana e Iniciativa per Catalunya Verds- mantuvieron una oposición invariable y completa a ese proyecto legislativo apadrinado por el Partido Popular y el PSOE. Dentro de Convergència, el asunto provocó un verdadero seísmo: "Cuadros de CDC se movilizan contra un sí a la ley de Partidos", titulaba La Vanguardia el 10 de mayo de 2002; tres días más tarde, la portada de ese mismo periódico rezaba: "Rebelión interna en CDC contra la ley de Partidos". Y es que, en efecto, el consejo nacional convergente (máximo órgano entre congresos) había mostrado una vehemencia y una unanimidad insólitas, incluso entre sus exponentes más moderados, en el rechazo de esa ley. Cuando, por aquellas fechas, apareció el consabido manifiesto de intelectuales contra la ley de Partidos, el entonces portavoz de CiU en Madrid, Xavier Trias, declaró que "probablemente, yo también lo firmaría", y el entonces vicesecretario del partido, Pere Macías, dijo que la ley "no es necesaria, ni oportuna, ni resolverá el contencioso vasco". Desbordado e incómodo, pero cautivo del apoyo que le daba el PP en Cataluña, Jordi Pujol tragó quina, y a la postre impuso a los suyos el sí a la dichosa ley, aunque cuatro senadores desertaron de la votación final. Si el retroceso electoral de CiU en 2003 es imputable a la alianza con el PP, no hay duda de que el de la ley de Partidos fue uno de sus capítulos más onerosos.

No se crea que las cosas fueran más fáciles para el otro gran partido catalán, el PSC. Éste -en palabras de su dirigente Joaquim Nadal- tenía "algo más que dudas sobre la efectividad" de la ley de Partidos. Pasqual Maragall mostró serias reservas, y la Joventut Socialista de Catalunya expresó por boca de su primer secretario un rechazo "frontal", igual que la plataforma Ciutadans pel Canvi, entonces con 15 diputados en el Parlamento autónomo, dentro del grupo socialista. Entre los senadores del PSC, el ponente constitucional Jordi Solé Tura dio a conocer su oposición, aunque acabase por acatar la disciplina de voto; dos de sus compañeros prefirieron ausentarse, pese a las llamadas al orden del vértice partidario.

En resumen: dentro del pentapartido catalán, sólo el PP estuvo unánime y graníticamente a favor de la ley concebida para ilegalizar a Batasuna. Los que se oponían a ella (ICV y ERC) representaban a la sazón a unos 350.000 votantes (hoy representan a más de 800.000), cifra a la que en 2002 cabía sumar un porcentaje imprecisable pero nada ínfimo de electores convergentes y socialistas. Y bien, si mientras ETA mataba la ley de Partidos ya suscitó en Cataluña esa considerable desaprobación política y también social, ¿es descabellado pensar que, cuatro años después, suspendida de forma permanente la actividad terrorista, el rechazo sea sensiblemente mayor, bastante por encima de los "muchos miles" que yo invoqué?

Pido perdón a los lectores por haberles aburrido con una retahíla de viejas referencias periodísticas. Es lo malo de discutir con Fernando Savater: que éste te aplica la presunción de culpabilidad y, lejos de ser tarea suya demostrar la falsedad de tus asertos, eres tú quien debe probar que no mientes. Pero si encima estás catalogado como "nacionalista", entonces ya no hay escapatoria: tus argumentos carecen de cualquier validez y son mendaces -o estúpidos- por definición. Sé, por consiguiente, que ni toda la erudición del mundo ni el más exhaustivo de los sondeos de opinión inducirían a Savater a enmendarse o a retirar sus descalificaciones. Cuando uno está instalado en el complejo de infalibilidad, cuando lleva lustros pontificando sobre una visión unilateral y sesgada de la realidad vasca, cuando ridiculizar o criminalizar a los contraopinantes ya se ha convertido en una rutina, entonces el verdadero diálogo es imposible. Lo cual no significa que los demás debamos consentir en silencio que nos tilde de embusteros.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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