Esos locos 'culés'
En los años en los que no vestían bien algunas aficiones, fueron dos los maestros que nos salvaron, a nosotros, pobres mortales pecadores, de nuestros atribulados complejos. Eran los tiempos de los pinitos intelectuales, cuando leíamos a Marcuse y las féminas emancipadas -o casi- devorábamos a Simone de Beauvoir. El Capsa y sus películas de arte y ensayo poblaban de ideas punzantes nuestra cromática adolescencia, y en las noches de verano aprendíamos a conjugar el verbo amar. Nos sentíamos trascendentes y trascendentalizábamos tanto que no nos cabían las bajas pasiones que adornaban las vidas del pueblo llano, al que queríamos liberar incluso a pesar de sí mismo. Amar el fútbol era, en esos círculos rojos, leídos y engagés, tanto como hacerse postulante de María, y si a una, como era mi caso, encima le chiflaban los boleros, la sospecha caía, cual rayo cegador, sobre su desconcertada cabeza. Casar El capital marxista con los goles del Barça resultaba harto inquietante. Hacerlo con Corazón loco resultaba psiquiátrico. Pero en eso llegaron dos jinetes del pensamiento irreverente y nos salvaron de nuestras contradicciones con la misma naturalidad con que se convirtieron en compañeros de pensamiento y vida. Teresa Pàmies desembarcó en una temprana Catalunya Ràdio con Josep Cuní de ingeniero inventor y nos recuperó la verdad eterna del bolero. ¡Ah! ¡Cuántos boleros cantados al viento, coreados en fiestas de amiguetes, sin complejos ni excusas, alegraron a partir de entonces nuestras sufridas vidas! Y el bolero pasó de ser una canción cursi, conservadora y ñoña, huérfana de toda esencia intelectual, a ser la melodía sentimental de los sentimientos de siempre. Beauvoir y Los Panchos por fin se paseaban juntos. Manolo Vázquez Montalbán fue al fútbol lo que Teresa Pàmies al bolero, el hombre que barrió a escobazos las tonterías y, desde su altura de pensador creíble, nos recordó que pensar alto y gritar cual poseso por una pelota eran verbos compatibles. El Barça pasó de ser una debilidad inevitable a ser una afición notablemente presentable. Cierto que, además, el club presentaba méritos propios: presidente asesinado por los nacionales, identidad catalanista, imán integrador..., de manera que, con Marcuse bajo el brazo, volvimos a gritar, sufrir y perder con alegría salsera en las gradas del Camp Nou. Los complejos dieron paso a una cierta naturalidad de lo mundanal, en esas vidas sobreactuadas que eran las vidas revolucionarias. Después los cauces del tiempo encauzaron la rica personalidad de cada cual. Y ya no hubo vuelta atrás.
Continúa siendo difícil de explicar. ¿Se parece a un ser pensante ese extraño alienígena que suda, babea, tartamudea, grita y llora porque un extraño objeto redondo no entra en un aparatoso rectángulo? ¿Esos tipos con calzoncillos, cuyo único mérito es patear un balón, qué tienen de mágico para suspender el tiempo, parar el mundo y conseguir la atención de millones? Sin duda un extraterrestre que nos observara, en una final futbolera, descartaría todo atisbo de inteligencia en esa masa informe y enloquecida. Puede que todo no sea explicable. Puede que lo racional se vea superado por la seducción de lo primario, lo instintivo, lo salvaje. Pero, como dice el chiste, ya no nos importa ir meados. Lo cierto es que disfrutamos hasta el delirio cuando entra la pelota y sólo en 90 minutos de infarto podemos gozar de todos los estados del alma: previa expectación, indignación al minuto 18, desconcierto sostenido, desengaño precipitado y, al final de un largo final, densa, desarraigada, excesiva, brutal, maravillosa y grandilocuente euforia. Todo vivido a miles, a millones, como si el fútbol hubiera encontrado la gramática de la torre de Babel. Como si fuera, a la par de una religión, un lenguaje.
Por supuesto, es el Barça. Y ello añade al delirio futbolero una larga suma de emociones que teclean el piano de la memoria con puntería certera. País, identidad, historia, lucha..., todo a dosis de cada cual, pero tan bien condimentado que nos unifica en una paradójica y sólida complicidad. Por eso, cuando oímos a Joan Manel Serrat cantar el himno del Barça, el hilo musical de nuestra vida nos traslada a esos inviernos de fogones, franquismo y domingos con fútbol, y se nos eriza el corazón. Y vuelve el pan con leche condensada que acompañó nuestra infancia. A veces, en algunas tardes excepcionales, parábamos el tiempo y hasta ganábamos la guerra goleando al Madrid, como si fuera una restitución, quizá una venganza...
¡Y van dos copas de Europa! ¡Y ha sido en París! Y nuevamente se para el mundo, nuestro mundo, y nos bajamos todos a contemplar el paisaje. Puede que sea cierto. Puede que, a pesar de los esfuerzos de Manolo, todo esto sea superficial, fútil, irreverente. Puede que no sea serio. Pero algo hemos aprendido de aquellos años de sobreactuación intelectual: la frivolidad también es un estadio de la inteligencia. O como mínimo, merecería serlo.
www.pilarrahola.com
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