Los silencios del verbo
La gracia es lo que nos ha sido dado sin esfuerzo por nuestra parte, pero también sin mérito y el poema es el territorio por excelencia de esa gratuidad. No existe empeño que lo desencadene. Los días estériles contienen en embrión las palabras transparentes. Lo sabe el poeta Eduardo Milán, poeta con mayúscula en el silencio de los versos que no se dan y poeta absoluto del verbo que se declara. Ambos, silencio y dicción, se reparten el interior de estos tres grandes libros suyos, sobre todo de Acción que en un momento creí gracia. Tres volúmenes de versos que coinciden con la antología de ensayos sobre poesía y poetas Critica de un extranjero en defensa de un sueño.
La escritura circula en ellos, liviana y a la vez interesada en el disimulo de su propia expectativa, con sus guiños peculiares, sus tics sintácticos, sus cadenas de imágenes y los nudos de sentido que, de pronto, se obtienen de una aproximación fónica o de una semejanza léxica hasta crear un espacio de recibimiento, una extensión donde acoger la gracia deseada. Para no asustar a su presa, el poeta, como el cazador que describiera Lispector, se camufla, merodea y silba, fingiendo una atención desatenta, un querer disimulado.
El estado de gracia es un tenso estado de espera, "un caldo de cultivo" que preparara lo inminente: estado de rumor que, al pronunciarse, se declara, que "constituyendo lleva". Para el poema que aguarda, la palabra se da al desencadenarse, porque del centro sagrado que ocupaba en la valoración antigua, ha cambiado en mediador laico que otea lo que no ha tenido lugar. Por ese cambio, el poema pasa a ser para siempre una práctica futura. Que lo que advenga en él sea la vida, lo real concreto, lo social y apelativo, o bien lo metaliterario y autorreferencial, no importa tanto como la misma ceremonia de venida que con su abierta tensión representa, este aparecerse y arrancar a hablar. Y de hecho así se llama el libro de Milán publicado por Pre-Textos, Habla. (Noventa poemas), con ese imperativo lingüístico que urge al milagro de la nombradía.
A partir de ahí, Eduardo Mi
lán estaría enfrentando el problema de la disolución de la voz poética que la vanguardia trajo consigo, con la respuesta sola de la poesía en sí. La pronunciación del poema, su hablado, ya no parece quedar en manos de autorías provisionales con una historicidad puntual y una enunciación localizada, expresiones del yo que se levantan para rebosar el poema de referentes externos, que se le superponen y a los que él no espera. Conminar a la palabra para que ella se pronuncie es volverla responsable y artífice de su elocución y conquistarle una soberanía que ahora se entrega al lenguaje.
Por eso, la tutela que el poeta impone sobre su escritura es orientativa, nunca autoritaria y la labor requiere una paciencia de santo, en la que a su vez reside la propia santidad del poema, su verdadera gracia, o más bien "su ética" -vocablo caduco que Milán rescata-: desde esa condición en espera, el texto puede tender un lazo entre su "gratuita" verdad y la férrea verdad del mundo. Modestamente Milán no pretende que una sea la otra, pero intuye que marchan paralelas, porque el poema no existe sin las cosas, pero también actúa sobre ellas a su través y en descuido, sobrevolándolas, transparentándolas, como si no quisiera intervenir demasiado ni ocuparlas o dirigirlas.
Uruguayo, exiliado en Méxi
co, Milán es representante de una poesía americana que desde los setenta ha sentido el pensar sobre el poema como un suceso legítimo de éste; que ha concebido la teoría como ficción y la crítica como un estado lúcido de lenguaje. Se trata de poner a la luz la conciencia del texto -incluso si ésta es conciencia desdichada de su imposibilidad y de sus residuos, conciencia que para Milán caracteriza la creación contemporánea- y de aceptar su irregular situación entre los discursos del mundo.
Si el tiempo del poema está por venir, tampoco su espacio le ha sido asignado. Sin función profesional ni operativa en nuestra babélica realidad, la poesía sólo podrá marcar distancias: ella es lo distinto, lo diferente. Su lugar es un "inasimilable no lugar" y su momento, el momento antes. Por eso, no hay voces como la voz radicalmente otra, la voz singular y única de Eduardo Milán. Desde una lingüística del devenir, del lenguaje como futuro, la suya es esta escritura ilocalizable que él aguarda, en continuo tránsito y nomadismo, en estado continuo de sorpresa, de gracia plena y de espera cumplida.
Eduardo Milán. Acción que en un momento creí gracia. Igitur. Barcelona, 2005. 99 páginas. 10 euros. Por momentos la palabra entera. Idea. Tenerife, 2005. 123 páginas. 11,95 euros. Habla. Pre-Textos. Valencia, 2005. 121 páginas. 13 euros. Crítica de un extranjero en defensa de un sueño. Huerga & Fierro. Madrid, 2006. 240 páginas. 14 euros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.