Conversión
En ocasiones especiales, como la del miércoles, mi familia y yo, para no sentirnos desplazados, fingimos que nos gusta el fútbol. Así que nos dispusimos a ver el Barça-Arsenal con unción religiosa (anteayer quedó demostrado que, como se ha dicho tantas veces, el fútbol es la religión, y quizá el opio, del siglo XXI). Vino también el novio de mi hija mayor, un chico estupendo, muy cariñoso y complaciente, que, sin necesidad de que se le diera ninguna indicación, fingió, para crear un poco de controversia, que iba con el Arsenal: todos los demás habíamos apostado por el equipo de Rijkaard. A los pocos minutos de que comenzara el encuentro, observé disimuladamente a mi familia y me emocionó verla tan unida en torno al televisor (de plasma y pantalla plana). Sólo el rezo del rosario, hace años, creaba vínculos tan sólidos.
En un momento, con la excusa de ir al baño, me asomé a la ventana del patio interior y se me erizó el vello al comprobar el silencio general del bloque, interrumpido únicamente por la voz eléctrica del oficiante. Me hizo sentir muy bien saber que yo formaba parte de aquel silencio general, que pertenecía a alguien o a algo que estaba más allá de los tabiques de mi casa. Cuando volví, mi yerno, que administra muy bien los tópicos, dijo que, mientras uno de los dos equipos no marcara, el partido resultaría aburrido. Por mi parte, cuando el Arsenal se quedó con 10 jugadores, aseguré que con 10 se juega mejor que con 11 (ventajas de haber leído a Gonzalo Suárez). Mi mujer señaló entonces que el Barça estaba haciendo un juego muy estático, asombrándonos a todos con su aparente erudición. Cuando el Arsenal marcó, mi yerno nos acompañó en el sentimiento y abrimos otra cerveza.
A los 15 minutos del segundo tiempo, apunté en tono reflexivo que si no se producía un empate enseguida, el partido perdería gas. Después comencé a prestar atención a los detalles laterales y comprendí, como en una revelación, por qué llamamos al Barça el equipo azulgrana. Luego todo se enderezó de súbito y ganamos. Lo curioso es que la alegría de mi familia y la tristeza de mi yerno parecían verdaderas. Me pregunté si nos habíamos convertido.
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