_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Desintegrados

Mi amigo de Polonia me traduce una frase de Marek Okólski, catedrático de Demografía en Varsovia, que, a la pregunta de cuántos polacos deben ser exportados para reformar la economía de su país, responde: "Un millón". Le veo a Polonia el alma dividida, entre el millonario impulso emigrante y el mezquino instinto xenófobo de algunos de sus ministros, nacionalistas ultracatólicos y antieuropeístas. "Polonia para los polacos", escriben en las paredes los suyos, alarmados por la llegada de vietnamitas y viajeros procedentes de las caídas repúblicas soviéticas.

Pienso en el millón de emigrantes polacos y me acuerdo de España, de las migraciones españolas en los años de lo que se llamó el Desarrollo, más de un millón en los sesenta y los setenta, hacia Francia, Bélgica, Holanda, Suiza, Alemania o Inglaterra. La economía española vivió del dinero móvil de emigrantes y turistas, y de la especulación inmobiliaria, porque, también, entonces se construía mucho: bloques para veraneantes y para emigrantes interiores que, desde el campo, llegaban al extrarradio de las ciudades. Tuvieron tanto peso los emigrantes, que hoy figuran en la Constitución y en el vigente y agonizante Estatuto andaluz. El Estado velará por los trabajadores en el extranjero y procurará su retorno, dice la Constitución, y el Estatuto marca el objetivo de superar "las condiciones económicas, sociales y culturales que determinan la emigración de los andaluces". Volvieron muchos, como muchos son ahora los inmigrados que se instalan aquí.

La Junta hace y financia planes para integrar a los nuevos inmigrados de la sociedad andaluza. Yo veo esto necesario, imprescindible. La Administración se preocupa de que los recién llegados aprendan español, tengan escuela y hospital y servicios sociales. Oigo al este de Málaga hablar en ruso, rumano, árabe marroquí, italiano y español italianizado de Argentina: me cruzo con extranjeros que no son los usuales jubilados de Europa, esos consumidores exigentes y ricos que jamás recurren a la lengua indígena porque el vendedor o servidor está obligado a entenderlos. He visto a algún anglófono ofendido porque la cajera española se obstinaba en la rareza de hablar español y no saber inglés.

Los nuevos extranjeros trabajan aquí. Necesitarán entenderse con el compañero y conocer el sistema de derechos y valores que regirá sus vidas. Sería improcedente considerar piedad o caridad la atención integradora hacia estos nuevos ciudadanos extranjeros, porque a quien vive aquí es obligatorio reconocerle los derechos de ciudadano. Los servicios del Estado no son cuestión de caridad, y uno de los principios que habría que recordar a quienes quieren vivir aquí es el artículo 31 de la Constitución: "Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica". Está en la parte dedicada a los derechos y deberes fundamentales.

Hay que empezar por reconocer los derechos de ciudadanía de los que llegan de lejos, y concebir los derechos sociales como corresponsabilidad entre ciudadanos. Una vez leí que la calidad de un equipo de música viene dada por su elemento más débil: si aceptamos que existan trabajadores cuya situación social depende de la caridad, todos acabaremos en manos de la beneficencia, trabajadores ocasionales en manos de la compasión ocasional. El panorama apunta a una cosa así: un mercado laboral de jóvenes envejecidos en perpetua juventud precaria, con contratos de estación en una economía de estación, entre la construcción y la hostelería, y a merced del humor del dinero. El sociólogo Ulrich Beck amenazaba con que el futuro general no era el Primer Mundo, sino la vida caótica en eso que con espléndido complejo de superioridad era llamado Tercer Mundo por los primeros. En Polonia ya gobiernan los contrarios a la Europa de los impuestos y los derechos sociales, es decir, de los Estados concebidos como sistemas de corresponsabilidad entre sus ciudadanos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_