La busca de sentido
Sentado en algún lugar de Hoggar (Argelia), sobre un montón de guijarros, que también es una tumba, el narrador evoca al hombre ahí enterrado, llamado père Foucauld, un personaje complicado -dice de él con admiración-, que fue militar de carrera, ateo, cura, poeta, solitario, soberbio, prepotente, humilde, misericordioso; como se ve, una discordante ristra de atributos y oficios que expone una reputación misteriosa. Más adelante recuerda que père Foucauld decía que "lo que más cuenta de un viaje es no dejar de viajar".
Fiel a ese enunciado, El via
EL VIAJERO DE LA NOCHE
Maurizio Maggiani
Traducción de Juan Carlos Gentile Vitale
Belacqva. Barcelona, 2006
215 páginas. 18 euros
jero de la noche está estructurada como un viaje sin fin. De hecho, aunque la novela convoca otros lugares -la Italia proletaria de después de la guerra, el paisaje de Ucrania, el conflicto de Serbia y Bosnia, y en concreto las bombas en la ciudad de Tuzla-, el narrador se mantiene inmóvil, o así lo percibe el lector, pero en constante desplazamiento mental. Haber llegado a esa tumba, le exige entrelazar los diversos viajes que le han conducido a esa parte del desierto. No se trata de un viajero ocioso, sino de un estudioso de las migraciones animales, cuyas observaciones implican también el análisis del comportamiento del hombre: "Mi trabajo", dice, "es extraer conclusiones de lo que veo, no encontrar soluciones a lo que no funciona". Muy receptivo a las culturas nómadas -los tagil, los tuareg-, se aprecia en su voz una delectación lírica, que tiende a la reverencia mística y al énfasis, con manidas expresiones del tipo "el corazón del Universo", que delatan la sublimación de un temperamento religioso o meramente crédulo, ya que aplica la misma fórmula a diferentes sitios -el Cáucaso, Bosnia-, a la vez que se deleita en recordar que "fue hermoso" creer, cuando era adolescente, en los platillos volantes (sic). Y pese a que la novela se puede considerar un inventario de la desolación de la guerra y la violencia entre etnias y tribus, el narrador no pierde confianza en la piedad humana ni en la belleza, de cuyos beneficios espirituales la novela se propone como memorial de devoción, lo que la hace tan bienintencionada como mansamente admirativa.
Como ya le sucediera, de
otro modo, en El coraje del petirrojo (Espasa Calpe, 2000), el italiano Maurizio Maggiani (Liguria, 1951) despliega una retórica tan inflada de buenos sentimientos que se diluye en la intemporalidad. La busca de sentido, o por mejor decir, de una patria, simbolizada en el desierto, con la que purifica así la historia de la vieja Europa al recobrar el valor de las tareas primordiales, es fortísima en el narrador de El viajero de la noche, pero su afectado estilo se complace tanto en la simplicidad ("me asomé al misterio de la leche que se convierte en queso, y también aprendí a hacerlo") que suscita en el lector la sospecha de estar en presencia de una mente poco evolucionada. Una experiencia, sin duda, extraña, pero a estos oscuros abismos nos lleva el abuso de la prosa poética.

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