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Reportaje:

Las otras víctimas de la Jiménez Díaz

Varias empleadas de la clínica que salvaron la vida tras el ataque de la doctora De Mingo aún sufren secuelas psíquicas

Oriol Güell

El cuchillo en manos de Noelia de Mingo no las hirió. Sobrevivieron al brote esquizofrénico que sufrió la médico residente y que segó la vida de tres personas. Aquella noche del 3 de abril de 2003 incluso pudieron dormir en casa con sus seres queridos. Pero hoy, más de tres años después de lo sucedido, la mente de algunos trabajadores de la Clínica de la Concepción sigue atrapada en una infernal rueda de recuerdos y sentimientos de culpabilidad por haber sobrevivido, por no haber sido más valientes y ayudar a sus compañeros.

Su estremecedor testimonio pudo oírse ayer en la sala de la Audiencia Provincial donde se lleva a cabo el juicio contra De Mingo, acusada de tres delitos de asesinato y otros siete en grado de tentativa.

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"Vi a Jacinta [una de los tres fallecidos] gritar: '¡Me está matando, me está matando! Jacinta cayó y [la médico] vino hacia mí con el puñal levantado", declaró Lucía Cerro, una auxiliar de enfermería de 46 años. Su voz entrecortada, el temblor de sus manos y el progresivo estremecimiento de su cuerpo, que a medida que hablaba se iba enroscando sobre sí mismo, heló el ambiente en la sala.

"Me fui corriendo hacia los vestuarios y me metí en la bañera con la cortina transparente", sollozaba mientras levantaba las manos como si aún tuviera el plástico incoloro delante. "¡Y ella estaba allí! ¡Estaba allí!", explotó Lucía. El juez paró su declaración en este punto. Pidió que le trajeran un vaso de agua antes de continuar.

"Yo estaba estirada en la bañera y tiraba de la cortina", continuó, aún con las manos levantadas. "Lo hacía para que no me viera. Por un momento pensé que era invisible. Desde allí oía los gritos de Carmen [Martín, enfermera que recibió varias cuchilladas y cuyas secuelas físicas y psíquicas la obligan a vivir constantemente ayudada por terceras personas]. ¡Los sigo oyendo toda la noche!".

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El centenar de personas que presenciaron su declaración no movían ni un papel e, incluso, los rostros del juez, del fiscal y de los abogados reflejaban la gravedad de la situación.

La Lucía que ayer compareció ante el juez es una mujer hundida, incapaz de asumir lo sucedido y que necesita la ayuda constante de su familia. Ella afirma que no queda nada de "aquella Lucía optimista, dinámica, polifacética, que ayudaba a mis hijos, les hacía la comida y podía cuidar de ellos".

La desesperación la ha llevado a un intento de suicidio y, en su boca, ciertas frases paralizaron a la audiencia. "El suicidio es una necesidad, somos pasto de la autodestrucción. No soy la persona que quiero. La que era antes. No lo soy ni como madre ni como esposa", afirmó.

Lucía Cerro vive con dos obsesiones desde hace tres años. Una es el sentimiento de culpabilidad. "Nadie entiende la culpabilidad. Por no ayudar a Carmen, por no despegar los pies de la bañera...", balbuceó. La otra son los ojos de De Mingo. "Un psiquiatra me dijo que la dibujara a ella y a sus ojos. Unos ojos que me persiguen desde entonces. ¡Me persiguen!".

Cerro se había planteado la declaración de ayer como un reto para superar sus fantasmas. Quería enfrentarse a los ojos de De Mingo y se quejó amargamente de que el juez hubiera accedido, a petición de la defensa, a eximir a la médico de estar presente en el juicio. "Me parece una falta de respeto. Yo necesitaba enfrentarme a esos ojos para sobreponerme a la situación", concluyó entre sollozos.

Esperanza Gómez tomó el relevo de Cerro. Tuvo que hacerlo acompañada de su hijo y de una psicóloga, para sobreponerse de los sollozos y el temblor en su cuerpo. Estaba dando de comer a un enfermo cuando escuchó los gritos. "Vi a Carmen en el suelo y a la médico corriendo con el cuchillo en la mano. Venía hacia nosotros y yo corrí a esconderme detrás de una puerta", explicó.

La culpa también se ha convertido para ella en una pesadilla. "Siempre pienso que tendría que haber ayudado a Carmen y no haberme escondido. Desde entonces no he vuelto a trabajar. Mi vida se paró, no puedo hacer nada, mi deterioro físico es muy grande, mi oído derecho no oye. Salgo muy poco de casa. ¿Qué será de mí?", se preguntó, desconsolada.

Ni Cerro ni Gómez sufrieron ninguna herida física. Pero las secuelas psicológicas se han convertido en barreras infranqueables que cada día intentan sortear. No son las únicas. Otras dos trabajadores de la Clínica de la Concepción están en situaciones parecidas. La intensidad de aquellos momentos fue tal que una de ellas se sorprendió empapada en sangre a pesar de que no estaba herida. Le bajó la menstruación por puros nervios.

Los responsables de la Concepción deberán explicar en los próximos días por qué De Mingo siguió ejerciendo pese a los síntomas de que algo no funcionaba bien en su mente: escribía ante el ordenador cerrado, se sacudía inexistentes bichos de su bata... Cuando sucedieron los hechos, era una mujer joven, con la carrera de medicina recién terminada y que se preparaba para obtener la especialidad. Hoy es una reclusa a la que esperan años de encierros en los que convivirá con el horror de unos recuerdos que siguen almacenados en algún rincón de su cerebro enfermo.

Ella es una víctima más de unos hechos que, según la acusación, se habrían evitado si alguien la hubiera apartado de sus funciones. Pero hay muchas más: tres familias lloran a sus muertos y otras siete aún luchan para reponerse de las heridas Y también están Lucía y Esperanza y otras compañeras a las que la desesperación ha llevado a calificarse a sí mismas como "muertes vivientes". "Vivimos físicamente, pero estamos muertas por dentro", afirmó Lucía Cerro.

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Sobre la firma

Oriol Güell
Redactor de temas sanitarios, área a la que ha dedicado la mitad de los más de 20 años que lleva en EL PAÍS. También ha formado parte del equipo de investigación del diario y escribió con Luís Montes el libro ‘El caso Leganés’. Es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Autónoma de Barcelona y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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