Irán y la ONU
Cada vez que el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, se sitúa delante de un micrófono, ofrece a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad nuevos motivos de exasperación. Estados Unidos, Reino Unido y Francia confiaban en que el anuncio que realizó el pasado 11 de abril de que Irán ha obtenido uranio enriquecido convenciera a Rusia y China de que debían aceptar las sanciones contra Teherán. Sin embargo, lo irónico es que, al mismo tiempo que los avances nucleares iraníes y las invectivas de Ahmadineyad facilitan esa tarea, las posibilidades de frustrar las ambiciones nucleares de Irán son cada vez más remotas.
Los representantes de los cinco miembros permanentes más Alemania se reunieron en Moscú el 18 de abril para hablar sobre la imposición de sanciones limitadas, como la prohibición a los dirigentes iraníes de viajar y la congelación de los activos internacionales del país. Los avances nucleares iraníes y los desafíos retóricos de Ahmadineyad han otorgado a las negociaciones un nuevo tono de urgencia. Pero la esperanza de que la nueva unidad internacional pueda obligar definitivamente a Irán a renunciar a su programa nuclear está equivocada.
En primer lugar, la verdadera unidad está en el lado iraní. No hay muestras de desacuerdo entre Ahmadineyad y la auténtica autoridad del país, el ayatolá Alí Jamenei. Si el líder supremo temiera que las acciones de su presidente perjudicasen los intereses de Irán, le habría refrenado hace semanas. Y, si bien fue el anuncio formal del presidente el que recibió la atención de los medios hasta la saturación, en realidad fue su rival político, el ex presidente Alí Akbar Hachemí Rafsanyani, el que confirmó previamente en público que Irán había superado su último escollo nuclear. Es un detalle importante, porque indica que hasta los adversarios ocasionales de Ahmadineyad en el interior del país apoyan por completo una estrategia agresiva para avanzar en el desarrollo nuclear. Esa unidad interna ayuda a Irán a soportar la presión internacional.
En segundo lugar, digan lo que digan algunos miembros de la Administración de Bush, Ahmadineyad no está loco, ni su Gobierno está llevando a cabo una estrategia irresponsable. No cabe duda de que hablaba para la galería cuando recomendó a sus detractores internacionales "enfurecerse con nosotros y morir de esa furia". Comentarios de este tipo empujan a alguna gente en Washington a asegurar que Ahmadineyad no es un "ser humano racional", como afirmó Karl Rove, el asesor de Bush, en una intervención pública en Houston. Pero es más lógico pensar que la beligerancia pública del presidente iraní procede de que sabe que su defensa a ultranza del programa nuclear refuerza la popularidad del régimen en casa, y que su posición en el escenario internacional se afianza día a día.
Por último, aunque los progresos nucleares de Irán han provocado varias de las condenas más fuertes por parte de Rusia y China, y ambos países podrían respaldar sanciones más reducidas, a las que hasta ahora se oponían, Teherán confía en que nunca apoyarán medidas más estrictas contra las exportaciones de crudo iraníes y en que el proceso de Naciones Unidas tardará varios meses en hacerse realidad. Mientras tanto, Irán dispone de más tiempo para reforzar sus instalaciones nucleares contra cualquier posible ataque militar.
El tiempo tiene una importancia fundamental. El 14 de abril, el Instituto de Ciencia y Seguridad Internacional publicó un informe en el que figuran nuevas imágenes de satélite que sugieren que Irán ha excavado túneles nuevos cerca de su planta de conversión de uranio de Ispahán y sus instalaciones subterráneas de enriquecimiento en Natanz. Está claro que Irán pretende emplear el tiempo que los cinco miembros permanentes dediquen a debatir los detalles de las sanciones para enterrar más instalaciones clave en cemento y a la mayor profundidad posible. Cuando, como es de esperar, la negociación sobre las sanciones alcance un callejón sin salida, es muy posible que los activos nucleares iraníes estén ya fuera del alcance de las incursiones aéreas estadounidenses.
En resumen, el Gobierno iraní dice que las prohibiciones de viajar y las congelaciones de activos son un precio muy pequeño a cambio de su desarrollo nuclear. Sus dirigentes no creen que el Consejo de Seguridad vaya a imponer jamás unas sanciones lo bastante duras como para amenazar la estabilidad del país, ni que EE UU sea capaz de agrupar una coalición de países dispuestos a imponer los duros castigos que no haya aprobado el Consejo.
A diferencia de EE UU, Irán cuenta con unas bazas poderosas que puede utilizar de aquí a entonces. Puede retirar parte de su producción de crudo de los mercados mundiales, con lo que aumentaría de forma significativa la presión sobre unos precios que se encuentran en torno a los 70 dólares por barril. Puede suprimir todas las exportaciones de petróleo a uno o dos aliados de EE UU sometidos a dependencia energética, como Japón. Puede organizar otro ejercicio militar cerca del Estrecho de Ormuz para recordar al mundo que, llegado el caso, sería seguramente capaz de detener toda la navegación de entrada y salida en el golfo Pérsico. Puede contribuir al caos en el vecino Irak si abastece a sus aliados chiíes, entre las milicias cada vez más activas del país. Puede apoyar ataques contra Israel a través de terceros, en este caso Hezbolá y la Yihad Islámica palestina. El 16 de abril, Teherán anunció que hay miles de terroristas suicidas preparados para atentar contra objetivos estadounidenses y británicos en respuesta a cualquier ataque militar.
Para Irán, todas estas acciones tendrían un coste. Pero su Gobierno parece dispuesto a soportar sufrimientos a corto plazo para lograr su objetivo nacional más importante. Da la impresión de que avanza hacia la pertenencia al club nuclear. Lo que no está tan claro es qué puede hacer todavía el Gobierno de Bush al respecto.
Ian Bremmer es presidente de Eurasia Group, una consultoría sobre riesgo político. © 2006. Tribune Media Services, Inc. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.
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