Aumenta el empleo, ¿y qué?
Nunca he entendido muy bien esa euforia incontenible que exhiben los ministros de trabajo al informar periódicamente sobre las cifras de empleo (cuando estas son positivas, claro está). Porque para empezar, ellos no son generalmente los responsables directos de este. Cuando la actividad económica marcha bien, sea cual sea el signo del gobierno de turno, lo normal es que se produzca un aumento en el empleo. Nada pues que deba considerarse como extraordinario.
Pero es que, además, la positiva evolución de las cifras de empleo no garantiza por sí misma el buen estado de salud del sistema productivo, ni desde luego su mayor fortaleza competitiva. Naturalmente, siempre es bueno que el paro baje, entre otras cosas porque, desde el punto de vista social, no hay peor lacra para un país que su incapacidad para proporcionar empleo a aquella parte de la población que lo desee. Pero no debería olvidarse nunca que tan importante al menos como aumentar el empleo es la calidad del mismo; es decir, su productividad.
Si todo aquel que desea trabajar estuviera empleado y la población total fuera constante, es fácil demostrar que el aumento en el nivel de vida de esta (medida en términos de renta per cápita) solo se produciría si el valor generado por cada trabajador empleado fuera, asimismo, creciente. De no ser así la renta per cápita permanecería estancada y en consecuencia nunca se llegaría a alcanzar el nivel de vida de otros países más ricos (si es ese nuestro objetivo, claro está). Por tanto, en la práctica, la convergencia en renta per cápita con otros países o regiones dependerá mucho más del ritmo a que avance su productividad, que de la velocidad a que lo haga el número de personas ocupadas.
Aclarado este extremo ¿qué es lo que viene ocurriendo con la economía española en estos últimos años? Pues que el empleo, efectivamente, crece a buen ritmo, junto con el Producto Interior Bruto, pero que, al mismo tiempo, su productividad no solo está estancada sino que en ocasiones incluso retrocede. Salvando la parte positiva del asunto, no creo que sea este un modelo de crecimiento del que debamos sentirnos muy orgullosos. Por dos razones básicas: una, porque ello significa que solo podremos seguir creciendo en la medida en que se incorporen continuamente nuevos trabajadores al mercado (generalmente, inmigrantes); y dos, porque solo seríamos capaces de generar empleo en actividades y sectores de muy baja productividad. En resumen, que habríamos conseguido ser el país más dinámico de Europa, creciendo precisamente sobre aquellos sectores que son los menos dinámicos de Europa. Realmente extraordinario.
Y sin embargo eso es exactamente lo que ocurre. Sabido es que el principal problema de la economía española ha sido siempre su inadecuada especialización productiva, excesivamente sesgada hacia sectores y productos tradicionales, con escaso valor añadido y bajos niveles de productividad. Y en el caso de la Comunidad Valenciana, en donde la cosa es aún más grave, esto es lo que explicaría, por ejemplo, que nuestra renta per cápita haya pasado de representar el 96,5% de la media española, en 2000, a tan solo el 91,5%, en 2005 (¡una caída de un punto por año!). Y ello a pesar de los importantes crecimientos en la ocupación que aquí han tenido lugar. O sea que, por una parte, cada vez hay más valencianos trabajando, pero, por otra, estos son cada vez más pobres en relación con el resto de los españoles. ¡Menudo negocio estamos haciendo con tanto empleo!
Conclusión: el ministro de trabajo, o el conseller de la cosa, pueden estar todo lo contentos que quieran con los nuevos datos de abril, pero en mi opinión la buena noticia que sigue pendiente es aquella que anuncie, de una vez por todas, que el empleo ha aumentado al mismo tiempo que lo ha hecho su productividad. Entonces, sí, habrá algo novedoso que decir. Mientras ello no ocurra me niego a compartir con ellos su excesivo, a la par que infundado, optimismo antropológico.
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