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Columna
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Hablando con Shimon Peres

Resulta extraordinario verlo llegar. Paso rápido, simpatía severa, mente clara a pesar de ese reloj que marca un despiadado siete en la soleada mañana que nos acoge en el Hilton de Tel Aviv. Como tantos israelíes, Shimon Peres llega con el trabajo a cuestas, dispuesto a resolver sus compromisos con decisión e ímpetu, sin perder otro tiempo que el que exige la cortesía. Su primer compromiso matinal, para mi suerte y mi lujo, soy yo. Como no quiero perder la inmerecida ocasión, espeto rápido el cúmulo de preguntas que me atragantan, y él hace lo propio conmigo. Aparece Hamas en el horizonte y la cara amable del experimentado líder se torna adusta, quizá triste. "No hay posibilidad de encuentro. Hamas es un partido religioso y fanático, su objetivo nunca será la paz". Quizá se vuelvan pragmáticos, quizá la gestión del gobierno los obligue a una cierta apertura, quizá... No lo cree; es más, opina que es necesario que Israel se prepare para tiempos aún más difíciles, sin otro interlocutor palestino que un frágil Mahmoud Abbas cuyo horizonte político no parece estable. Y está Irán con su locura nuclear. Y está el fenómeno yihadista islámico, que contamina las tierras musulmanas de punta a punta de la media luna. Y está Europa, que nunca sabe dónde tiene su alma. Y está la intelectualidad de izquierdas, que necesita criminalizar una y otra vez a Israel, quizá para dotarse de algún sentido. Y sí, está la solidaridad del mundo, una solidaridad selectiva, que perdona a niños de 17 años que ponen bombas en hamburgueserías de Tel Aviv -con la esperanza de matar a otros jóvenes como ellos- y cree que sus víctimas son los culpables. Ese ojo del mundo que llora amargamente por cada palestino caído, pero ningunea cada israelí muerto inútilmente, fruto del nihilismo terrorista. Está todo, y hoy, el día de mi encuentro con Shimon Peres, es Iom Hatzmaut, el día que se celebra la creación del Estado de Israel, su 58º aniversario, un día simbólico en el que nuestras cuitas tienen más sentido que nunca. Miro a Shimon y me atrevo: "¿Viviréis algún día en paz, sin que ningún judío muera por el hecho de ser judío?". La respuesta es un lamento.

El día anterior fue Iom Azikaron. Emocionante, denso, sobrecargado día. Me maravilla esta cultura de la vida que tienen los judíos, cuya grandeza se basa en el recuerdo intenso por cada caído, por cada muerto. Si el Día de la Independencia es un día de luz, de vida vivida, el día anterior se recogen en la pena y recuerdan a todos los soldados muertos en sus muchas guerras. Suena la sirena en todo el país y el país se para. Los coches quedan clavados en mitad de las carreteras, los conductores se recogen en su silencio, los peatones se paran allí donde dieron el último paso. Algunos lloran, otros rezan, todos recuerdan. Observo la calle desde la plaza de Yitzak Rabin, al lado de otro lujo de encuentro, un lujo de mujer, Dalia Rabin. "No hay una sola familia en Israel que no tenga un hijo, una hija, un sobrino, un nieto, un familiar caído", me dice Dalia. Más de 20.000 desde que existe el Estado. Me acompaña Uri Cohen en la excursión al norte que hago con judíos de todo el mundo, miembros de la organización Israel Bonds, una organización solidaria que gestiona ayudas para crear hospitales, escuelas, infraestructuras en Israel. Uri es un hombre fuerte, grande, alegre hasta el contagio, sabe todas las canciones del mundo, e incluso me canta ¡Ay Carmela! en hebreo. No es extraño: muchos judíos que vivían en la Palestina británica, gente de izquierdas, vinieron a luchar por la República y contra el fascismo en España. Fueron ellos, los que volvieron, quienes tradujeron la emblemática canción de la resistencia al hebreo. La escucho en San Juan de Acre, cerca de la prisión donde los británicos colgaron a ocho judíos que luchaban contra la ocupación, y el simbolismo me sobrecoge. Le comento que su alegría es desbordante. Me dice: "Los judíos cantamos en la alegría y en la pena. Yo mismo canto cuando lloro. Mi hijo murió en Gaza, en un jeep que protegía un autobús escolar y que fue disparado. Cada Iom Azikaron lo paso con sus compañeros de regimiento, jóvenes como él que pudieron continuar sus estudios, sus amores, sus vidas. Mi hijo no lo consiguió". Uri pertenece a una familia que luchó en todas las guerras, incluso antes de la creación del Estado. Por ello, estos dos días de pena y alegría, de recogimiento y exultación, de muerte y vida, son días intensos, complejos, completos. Uri es Israel, su lucha y su dolor. Su sentido. Me regala un pequeño libro de rezos con la foto de su hijo. El alma se me encoge, se me arruga, se me queda colgando en alguna percha.

Observo a la gente que me acompaña. A excepción de algunos israelíes, la mayoría son judíos de la diáspora, habitantes de pueblos diversos. Sus vivencias son tan distintas como sus orígenes diversos, pero cuando están juntos, cuando cantan y bailan, cuando me cosen a preguntas, son los mismos judíos con su pesada y trágica carga histórica, todos con experiencias antisemitas a las espaldas, quizá sobrevivientes del naufragio del holocausto, quizá descendientes de los judíos que huyeron de las persecuciones rusas y se afincaron en Latinoamérica, todos huidos de algún lado, todos perseguidos en algún lado. Los veo felices, comprometidos con Eretz Israel, el país que no es su país, pero que les garantiza un derecho en el mundo. "Sin Israel no estaríamos seguros en ninguna parte". A pesar de ser tan parecidos a mí, a cualquiera, son distintos en su pena y en su fuerza. Cinco mil años de historia los convierten en singulares. Siglos de persecución los hacen dolorosamente especiales. Comemos en una aldea beduina del norte. El beduino que nos habla tiene a sus hijos en la policía israelí. Van al ejército, se sienten israelíes, desde su lengua y su cultura, y, de alguna forma, representan el sueño roto de un Estado que se creó para acogerlos a todos, pero que se encontró con la voracidad árabe y con el uso perverso de sus gentes para crear un problema humano.

Y volvemos a Hamas. En sus escuelas los niños no cuelgan el cartel de Harry Potter, sino la foto de los últimos suicidas. En las calles se venera a los mártires y en el Parlamento se sienta, como diputada, una madre que ha enviado a cuatro hijos a la muerte. Los prepara personalmente, los convence y los despide. Tiene cinco hijos más y aspira a que todos sean suicidas. ¿Qué nivel de enfermedad, que sociedad destruida puede considerar a esa madre como una heroína? ¿Qué ideología nihilista, perversa, totalitaria, puede considerar a su juventud como bomba humana? Lo escribió Albert Camus en sus cartas desde Argelia: "Hay una gran diferencia entre el resistente y el terrorista. El resistente lucha por una causa. El terrorista, creyendo que todo vale, embrutece y pervierte todas las causas". Hamas es la locura pasada por las urnas. ¡Pobre Palestina con semejantes representantes!, y ¡pobre Israel, con semejantes vecinos! No me veo capaz de desmentir a Shimon Peres. Los tiempos que van a llegar no parecen fáciles para la tierra milenaria que hoy me acoge, amable y hermosa.

www.pilarrahola.com

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