Natacha
EL PASAJE de Guerra y paz, de Tolstói, donde se narra la súbita inspiración popular de la joven aristocrática Natacha Rostov para arrancarse a bailar una melodía rural rusa, de la que no tenía información previa dada su refinada educación cosmopolita, le sirve al historiador y antropólogo británico Orlando Figes, no sólo como introducción para explicar la complejidad de la milenaria cultura rusa, sino para titular el deslumbrante ensayo que dedica al tema, de reciente traducción al castellano: El baile de Natacha. Una historia cultural rusa (Edhasa). Hay muchas razones para enfrascarse en la lectura de este libro, pero, entre ellas, no es menor la de reflexionar sobre cómo el proceso de modernización europeo es un hecho reciente y dista aún mucho de haberse concluido. Por otra parte, país en el extremo oriental occidental, sufrió parejas dificultades para conciliar el binomio de tradición y progreso, o, si se quiere, la tensión dialéctica entre identidad nacional y cosmopolitismo. En cualquier caso, se trata de un fenómeno que sólo se puede evocar mediante la historia cultural, porque atañe y se manifiesta principalmente en la cultura, desde los productos más sofisticados de ésta hasta los que hoy denominamos, mejor "populares" que "folclóricos".
El que una agraciada jovencita, que usaba cotidianamente más el francés que el ruso, como era habitual entre la buena sociedad de este país durante todavía buena parte del siglo XIX, tras una cacería en una apartada aldea rural, sintiese una súbita inspiración para poder danzar con garbo como una campesina, según el célebre relato tolstoiano, nos indica la ansiedad y el desamparo sentidos por la sociedad occidental en la aurora de los profundos cambios que fraguaron nuestra época. En el caso ruso, Figes explica las tres corrientes intelectuales imperantes en aquel país durante la época contemporánea a partir del trauma colectivo padecido al respecto. Éstas eran y son las de los occidentalistas, la de los eslavófilos y la de los populistas, siendo esta tercera, en relación con las dos muy explícitas anteriores, oportunista, en la medida en que empleó indistintamente la primera o la segunda a tenor de sus circunstanciales intereses revolucionarios.
De exótica religión ortodoxa, un peculiar alfabeto cirílico, una formidable extensión geográfica entre Europa y Asia, un conglomerado de pueblos y razas de la más diversa progenie y una tradición atávica, la fragua moderna de la milenaria Rusia se sigue desarrollando en medio de fortísimas convulsiones y contrastes. Es algo que se aprecia, sobre todo, en su literatura y su arte contemporáneos, desde Puskhin hasta Tarkovski, cuyas contradicciones tienen para nosotros una resonancia íntima. Desde el punto de vista cultural, que es el del historiador Figes, nos resulta aleccionador comprobar cómo el problema más grave es el empeño de sancionar políticamente la identidad nacional sacralizando el Estado, con el resultado de hacer pésimos ciudadanos, hinchas del propio país, tanto más fervorosos cuanto analfabetos; o sea: unos abominables patriotas.
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