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Columna
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Don Antonio

Antonio Machado tiene una significación tan honda que sale siempre victorioso de su propia leyenda. La beatería cultural suele ser un peligro, una manipulación pegajosa de la realidad que acaba desgastando con citas blandas y halagos fáciles a las personalidades más sólidas. El dolorido peso de la historia contemporánea española cayó sobre los hombros de don Antonio como una ceniza más de las que iban manchando el famoso abrigo de su torpe aliño indumentario. En un panorama de catástrofes morales, resultaba necesaria la mitología del poeta humano, leal en las situaciones difíciles, bueno en el buen sentido de la palabra, discreto en nombre de la verdad y digno en medio de las desgracias más dolorosas. El don, como tratamiento cultural aplicado a un poeta, es un veneno de relojería capaz de diluir el prestigio en un relajado patrimonio de simplezas y cursilerías. Antonio heredó el don de su maestro Francisco Giner de los Ríos, y lo paseó por los capítulos de la poesía simbolista y de la historia nacional con una silenciosa desmesura de persona corriente fuera de lo común. Su palabra y su civismo quedan siempre por encima de las santificaciones ingenuas. Emociona leer la magnifica biografía que acaba de publicar Ian Gibson, Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado (Aguilar, 2006), comprobando una vez más la hondura viva del poeta y su actitud civil en tiempos incívicos. La verdad está en este caso a la altura la leyenda consabida. La compleja sencillez del poeta Antonio Machado brota de una sabiduría pasmosa, de un conocimiento del género tan callado como deslumbrante. Su voz jugaba con las palabras para fundar un paisaje exterior lleno de sombras íntimas y para convertir en diálogo cualquier presentimiento. Supo buscar a los demás como única forma de encontrarse consigo mismo, y quizá por eso sus poemas son inseparables de su conciencia, de su modo de ser, de su manera de ganarse o de perder la vida, de acudir a sus clases de francés en un instituto provinciano o de cruzar como exiliado la frontera de Francia, simbolizando en su derrotada soledad el comportamiento dignísimo de todo un pueblo. La biografía de Gibson demuestra la verdad que hay en la leyenda de don Antonio, la calidad máxima de una poesía tan popularizada y el valor ético de una figura tan bendecida por los patriotas más convencionales.

Faltaba en España una biografía del poeta nacional español. Ahora la tenemos gracias a un irlandés de Granada o de Lavapiés, que vive apasionadamente nuestra historia con la minuciosa laboriosidad de los anglosajones. A Gibson le debíamos ya un capítulo decisivo en la reconstrucción de la memoria histórica española, porque su libro sobre La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca (Ruedo Ibérico, 1971) supuso una luz de amanecer para todos los que aspiraban a recuperar el país borrado por la noche franquista. La biografía de Machado, muy bien contada, no sólo organiza una completa labor documental, sino que nos devuelve en carne y hueso al niño sevillano que creció al calor intelectual y moral de la Institución Libre de Enseñanza, y al muchacho que se hizo poeta en Madrid, en años en los que era tan importante huir del tradicionalismo como salvarse de la bisutería de los falsos innovadores. La biografía nos acerca a la complejísima vida amorosa de Machado, única ladera de su vida afectada por una irracionalidad sorprendente, muy en contraste con la clarísima inteligencia que, como quien no quiere la cosa, por boca de Juan de Mairena, nos dejó algunas de las consideraciones más iluminadoras sobre el siglo XX y sobre los laberintos de la ética y de la estética. La biografía de Gibson nos permite acompañar a Machado por la ilusiones de la Segunda República y por los desastres de la Guerra Civil. Al llegar al cementerio de Collioure, desearíamos sentirnos herederos de su dignidad. Ligero de equipaje, discreto, empeñado en conversar con su propia conciencia, don Antonio simbolizó lo mejor de la historia de España.

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