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CIENCIA FICCIÓN
Columna
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El amor en los tiempos venideros

AGENTES (007), cajas (507), individuos (THX 1138) o escalones (39). El uso, como título para un filme, del etiquetaje conciso y preciso que proporciona un número no cesa de extenderse. Ahora es un código, el 46. Se refiere a una rígida legislación que prohíbe la relación entre individuos que compartan más del 25% su identidad genética. Y en una sociedad del futuro cercano donde las técnicas de fecundación in vitro y de clonación están a la orden del día, resulta harto difícil no delinquir. Ésta es la inquietante propuesta del filme británico Código 46 (Code 46, 2003), de Michael Winterbottom.

Nada más empezar, aparece impreso el desarrollo del artículo 1 de ese código. Con un lenguaje farragoso y recargado, tan característico de las publicaciones legislativas que un profano debe releer varias veces para entender qué es lo que está prohibiendo (ejemplos: el Código Civil y el Boletín Oficial del Estado), nos enteramos de las reglas para "prevenir cualquier reproducción accidental o deliberada, genéticamente incestuosa", si no queremos estar fuera de la ley.

O sea, atención a quién escogemos cómo pareja. Ante la tendencia a que cada vez más individuos compartan un código genético más parecido, para preservar la riqueza genética de la especie y evitar problemas (enfermedades de origen genético) puede parecer justificada una legislación tan restrictiva y autoritaria. Sin embargo, resulta cuando menos llamativo que en una sociedad así, donde el borrado selectivo de la memoria se practica rutinariamente en los hospitales a los que han infringido el código, no se empleen los métodos anticonceptivos que evitarían llegar a esos extremos tan expeditivos.

¿Será que otro código, el 45, tal vez, los prohíbe? Cuando el protagonista increpa a la médico responsable: "Ustedes han alterado la memoria de una testigo clave en un fraude de seguros", ésta, impertérrita, responde: "Ciertos recuerdos muy concretos: el varón, el acto sexual y el embarazo".

Mientras el poder intenta mantener una cierta pureza genética, no puede evitar que exista una mezcla de culturas y de idiomas. Todos los personajes del filme usan palabras de otros idiomas: frases del español, italiano, japonés, francés, árabe, etcétera, se combinan, de manera natural, con el inglés. Una propuesta interesante que pocos filmes que retratan el futuro explotan.

William (Tim Robbins) es un investigador privado enviado a Shanghai por su agencia, estadounidense, para aclarar un caso de falsificación de ciertas tarjetas de crédito (unas Visas del mañana) indispensables para desplazarse y disponer de recursos económicos ("tener cobertura", le llaman). Sorprende que en esa sociedad venidera donde existen unas estrictas y teóricamente infalibles medidas de seguridad -control de identidad por huella dactilar-, María (Samantha Morton), una cabal empleada de la empresa La Esfinge, responsable de la fabricación, consiga saltárselas todas.

Claro que si toda la producción de tarjetas gira alrededor de fotocopiadoras y de pruebas de impresión, se ve claro que la seguridad del proceso quede en entredicho. ¿Cuántos exámenes no se han hurtado de las fotocopiadoras ante las propias narices de profesores y administrativos? El filme transmite la obsesión enfermiza por parte del sistema por todo lo referente a la seguridad, exacerbada por la existencia de técnicas de base biológica capaces de descerrajar cualquier protección informática.

Gracias a un virus de la empatía, William, con sus habilidades potenciadas, descubre sin dificultad la clave de acceso utilizada por cualquier individuo: "Puedo percibir lo que piensas. No es ningún truco, es un don". Aunque no podrá con otro virus: el del amor. "Vine a Shanghai a investigar un fraude. Sabía que eras culpable, pero me enamoré de ti".

En ese mundo a la vuelta de la esquina, los triunfadores viven en las megalópolis en suntuosos y opulentos apartamentos que contrastan con la sobriedad y modestia de los pisos donde residen los menos afortunados. Nada nuevo. Las ciudades son enclaves aislados y protegidos, rodeadas de terrenos baldíos y desérticos donde malvive otro mundo, el de los excluidos del sistema. Más libre quizá, pero sin acceso a ese estado del bienestar.

¿Les suena? Aunque queda un incierto resquicio de esperanza: como sostiene una genetista a la que William acude para una prueba de concordancia de ADN, "dieta, clima, entorno ambiental, casualidad, cirugía, las estrellas, Dios... No somos prisioneros de nuestros genes".

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