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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Libertad en tiempo de tabúes

Monika Zgustova

Caminando por las estrechas calles blancas de Sitges pienso en aquellos tiempos en que muchos de nosotros luchamos, de diversas maneras, por la libertad de expresión en la parte de Europa donde nos tocó sufrir los ataques a dicha libertad, ya sea en la España franquista o, como era mi caso, en la Europa del Este. Y en este contexto recuerdo una historia real: una vez le preguntaron a un escritor chino cómo había sobrevivido a la destrucción de miles de páginas de su obra durante los peores tiempos de la revolución cultural, y qué pensaba de las personas que las habían destripado: "Pero si fui yo mismo quien las destruyó", dijo, "por eso aún estoy vivo". Después no escribió ni una sola línea.

Este episodio lo acaba de contar la escritora y ensayista francesa Danièle Sallenave durante su intervención en el coloquio sobre La libertad de expresión y la cultura de la paz, organizado por el Ayuntamiento de Sitges, en el que intervinieron, junto con la escritora francesa, personajes de gran lucidez como Edgar Morin, Sami Naïr, Josep Ramoneda, Lluís Bassets, Rosa Marí, Francisco Fernández Buey y María José Fariñas; la esperada intervención de José Saramago sobre la libertad de creación tuvo que posponerse, por enfermedad del ponente, para el 25 de mayo. Danièle Sallenave, pues, tras contar esa terrible historia de censura y autocensura, recordó que los ciudadanos europeos de hoy tenemos muy asumida la idea de que una de las garantías más sólidas de que disfrutamos es que nuestras opiniones son libres, al igual que sus expresiones, pero que todos sabemos por experiencia directa o indirecta que cualquier ataque contra las libertades en general empieza por suprimir o limitar la libertad de expresión.

A este propósito, Lluís Bassets, director adjunto de EL PAÍS, puso como ejemplo el debate suscitado en su periódico sobre reproducir o no las famosas viñetas danesas de Mahoma y la polémica que la decisión final de no hacerlo suscitó entre los redactores: "Hubo voces que denunciaron una falta al deber de informar, pues consideraban que el lector del periódico no había tenido la oportunidad de juzgar por sí mismo si no publicábamos las viñetas en cuestión", decía Bassets, calificando este argumento de obsoleto en la época de Internet. A continuación declaró que el caso de las viñetas interroga gravemente a las sociedades occidentales: ¿tiene límites la libertad de expresión? Él mismo matizó: "La libertad de expresión no es ilimitada, no puede atentar contra los derechos de los individuos y éstos son los que mayor protección requieren". Josep Ramoneda, discurseando sobre la libertad de expresión desde un punto de vista filosófico, declaró con firmeza -y el pensador Sami Naïr se sumó a él-: "La libertad de expresión es la más importante de todas las libertades. Todo el mundo puede ser criticado, y todas las cosas, incluso la religión". En este contexto recuerdo una de las muchas sabias frases que pronunció el pensador francés Edgar Morin en este mismo coloquio: "Es muy difícil comprender lo que el otro considera blasfemo y lo que considera sagrado".

"¿Qué hay que hacer, pues, en este panorama conflictivo?", preguntamos los oyentes a los ponentes. "¿Qué hay que hacer? Escuchar a los disidentes", proponía Danièle Sallenave. "¡Sí! ¡Seamos siempre disidentes!", asentía Sami Naïr. Y Danièle seguía reflexionando: "El filósofo disidente checo Jan Patocka, describiendo el punto de convergencia del mundo totalitario y el democrático, sacó a la luz el hecho de que en ambas formas modernas de existencia se pierde lo que los griegos antiguos llamaban "la preocupación por el alma -aquello que permite hacer del mundo humano un mundo de verdad y justicia". A la hora de plantear una salida, Sami Naïr afirmaba que el mundo contemporáneo "está lleno de gravísimos problemas y conflictos, y sólo ha aparecido una propuesta positiva: la alianza de civilizaciones". A Ramoneda esta empresa le parecía bienintencionada, aunque inviable.

"¿Y cuál es la responsabilidad del intelectual?", preguntaba una oyente. "La de aclararlo todo", declaraba Danièle. Naïr, el moderador, pero sobre todo el nervio y el alma de esas jornadas sobre la libertad, irrumpía con vehemencia: "Un intelectual debe liberarse del poder; debe luchar contra el poder; debe criticarlo todo. Su función es la de destruir, puesto que los que construyen son los políticos y el pueblo. El intelectual debe decir 'no".

Y mientras desciendo por una calle que lleva al mar me doy cuenta de que se me ha quedado una pregunta sin respuesta: ¿efectivamente un intelectual debe ser destructivo? ¿O más bien su crítica debería colaborar en la construcción de algo positivo? Y una vez más recuerdo las palabras recién pronunciadas por Edgar Morin, ese pensador mítico, quien tras declarar que vivimos amenazados por la histeria de la guerra, la del islam y la nuestra, afirmó: "Lo que hay que hacer es mantener la tradición del diálogo y la tolerancia. Hay una crisis de solidaridad en el mundo contemporáneo. Hay que entender por qué el otro no entiende". En este día luminoso de finales de abril junto a la riba del Mediterráneo, cuando todo invita a la confianza en la humanidad, la voz de la historia me susurra cínica al oído que el pasado europeo no ha sido sino un rosario sin fin de incomprensión y hostilidad hacia el otro. Sin embargo, las palabras de Edgar Morin y los demás participantes en el coloquio invitan a perseverar para alcanzar ese difícil ideal de entendimiento que ya tuvo la antigüedad griega.

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