Aprender de memoria
En las últimas semanas se han publicado en la sección de Opinión de este periódico dos artículos sobre el pasado reciente de los judíos en Marruecos que recogen las memorias enfrentadas de sus protagonistas judíos y musulmanes: Memoria rota de los judíos del norte de Marruecos, de la escritora judía Esther Bendahan (29 de marzo), y Patología de la memoria, del novelista marroquí Edmond Amran el Maleh (19 de abril). He creído que podría ser interesante para los lectores presentar un tercer punto de vista: la opinión de alguien que, como yo, observa desde fuera, no está directa y emocionalmente implicado en los acontecimientos.
Vivimos tiempos de un desmedido culto a la memoria. Los heraldos y sumos sacerdotes de este culto no se cansan de proclamar que la memoria es un deber y el olvido un pecado. Los contenidos de la memoria se constituyen en verdades indiscutibles que no admiten ningún tipo de acercamiento crítico. Se nos inocula el miedo a que se pierdan y, obsesionados por conservarlos, no reflexionamos lo suficiente sobre los mecanismos nada inocentes que han intervenido en la edición de la memoria. La principal característica de esa construcción artificial que llamamos memoria colectiva es su inflexibilidad y su simplicidad. Si exceptuamos ciertos acontecimientos terribles como el Holocausto y otros genocidios, la realidad histórica se nos revela mucho más compleja que la versión en blanco y negro, sin posibilidad de tonos de grises, que nos proporciona la memoria. De ahí que memorias como las que aparecen en los artículos citados sean por lo general difícilmente reconciliables.
La memoria tradicional judía insiste en los tonos sombríos, negros, dramáticos de su vida en la Galut (exilio, deportación). Ciertamente, los judíos nunca tuvieron una vida fácil, pero, tal como muestra la investigación histórica, no todo fue tan absolutamente negativo. Con todo, resulta muy difícil romper la hegemonía de esa "memoria victimista", y más cuando este pueblo ha visto de frente la cara del Mal en el corazón de la civilizada Europa. No, muy al contrario, se ha visto reforzada con la teoría del antisemitismo eterno, de un odio al judío que recorre la columna vertebral de la historia judía (véase, por ejemplo, la obra de Ben Zion Netanyahu).
Entre los mecanismos de control social que actuaban dentro de las juderías, el control de la memoria fue el más importante. No hubo un muro más seguro que el miedo a verse arrojados a un mundo exterior donde se les odiaba, perseguía y mataba. Los judíos han vivido con miedo, con las maletas hechas debajo de la cama, y siguen viviendo con miedo. Como en el pasado, la idea del antisemitismo eterno tiene la misma función, muy especialmente a través de la historiografía sio
-nista que es la versión que se enseña en los colegios de ese macroghetto en el que, por desgracia, se está convirtiendo el Estado de Israel.
En otras ocasiones, la memoria colectiva de un pueblo se nutre de la nostalgia por un paraíso perdido del que, por lo general, fueron arrojados de manera traumática. La península Ibérica, como tierra de frontera, ha sido una de las principales zonas productoras de nostalgia: cristianos, judíos y musulmanes hispanos han visto en algún momento cómo se derrumbaba su mundo. De la misma manera que los judíos sefardíes, en los hogares de los refugiados palestinos las abuelas conservan unas llaves que ya nada abren, y unos mapas que no conducen a ningún lado. El mito de Al-Andalus es un buen ejemplo de esta memoria nostálgica que se está haciendo tan popular. Se ha convertido en el ejemplo más depurado de la "leyenda blanca" acerca de la actitud del mundo árabe-musulmán hacia los judíos. La investigación histórica, los testimonios de las fuentes y documentos contradicen al mito, pero el mito resiste, es fuerte y, en cierto sentido, es necesario, interesa que siga funcionando. Si los judíos han visto su vida entre cristianos y musulmanes como un valle de lágrimas, en las memorias de los países árabes prevalece una visión amable de su actitud hacia los judíos. Una actitud tolerante, generosa, paternalista (y caprichosa) de la que no han sido correspondidos con la gratitud que se merece.
En las argumentaciones que dan en sus artículos Bendahan y El Maleh están ambos tipos de memoria. Una recuerda al grupo que visitó escoltado el cementerio judío de Tetuán. El otro le responde que el Mellah de Tetuán nunca fue un ghetto de reclusión, sino un barrio abierto en el que vivían incluso familias musulmanas. Ambos tienen razón, tienen razones, pero están equivocados, y se equivocan porque niegan las memorias del otro.
El Ángel de la Historia del célebre pasaje de Walter Benjamin ve con horror el sufrimiento de las víctimas del progreso. Si, una vez superada la primera impresión, volviera a mirar, se daría cuenta de que lo que creía un cuerpo homogéneo es en realidad una compleja marea de sufrimiento donde no sólo hay víctimas, sino víctimas de las víctimas, víctimas de las víctimas de las víctimas, etc.
La memoria es muy importante, debemos cuidarla, y una manera de cuidarla es "mejorarla", enfrentándonos críticamente con nuestro pasado y con el pasado de los otros. La memoria victimista, que nos autoexculpa de toda responsabilidad, pues el mal está fuera, debe aceptar lo que la investigación histórica va sacando a la luz. La memoria de "edades de oro", igualmente autoexculpatoria, debe enfrentarse con la memoria de los otros, de los olvidados del tipo que sea, testigos de las miserias que esconden esas idílicas construcciones del pasado.
La contribución de la experiencia judía a la actual cultura de la memoria ha sido fundamental. Los judíos fueron los primeros en levantar su voz discordante con la versión oficial de nuestro pasado. Siguiendo su ejemplo, y siendo como somos los humanos de natural olvidadizos, son frecuentes las voces disidentes que nos recriminan porque les hemos olvidado, o porque no concedemos suficiente atención al contenido de sus "memorias rotas". Aunque sean parciales y discutibles, no podemos reaccionar ante estas memorias incómodas calificándolas de patológicas. O despreciarlas sin más como producto de una supuesta manipulación sionista. Que los judíos recuerden su pasado común con nosotros como algo traumático debe llevarnos a replantearnos los contenidos de nuestra memoria colectiva.
Aprender de memoria, como se aprendía la lista de los reyes godos que tanto protagonismo ha tenido en chistes y anécdotas sobre la educación en España, no es bueno. Lo importante es aprender de la memoria. O, dicho de otro modo, tener una memoria que aprende, una memoria dinámica y crítica que contribuya a una cultura del perdón. Porque si difícil es pedir perdón, es aún más difícil y raro que se perdone. ¿Dónde están las ciudades bíblicas de refugio?
José R. Ayaso, departamento de Estudios Semíticos de la Universidad de Granada.
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