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Columna
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Pensadores

Colecciono pensadores. Un campesino peruano me regaló en Cuzco un pensador inca que acababa de desenterrar en su huerto, y desde entonces me compro pensadores como recuerdo de mis viajes. Los tengo colocados en mi cuarto de estar, encima de la cómoda y del mueble de la televisión, todos juntos, pero cada uno a lo suyo. O eso creía yo. Los pensadores deben ser solitarios. Con la cabeza apoyada en la mano, con los ojos concentrados en sus almas o perdidos en la vaguedad del infinito, con sus melancolías taciturnas en espera de una idea o de una aparición amorosa, los pensadores quedan muy bien al abandonarse a una preocupación discreta y misteriosa, vestidos de jefes de tribu africana, o de chinos miniaturistas, o de marineros en día de lluvia, o de jóvenes románticos a la luz del crepúsculo, o de hermosos desnudos bajo el peso abrumador de los ideales y la sabiduría. El desnudo es un vestido muy convincente para vivir en un museo o en una colección de pensadores, aunque la posibilidades son incalculables, porque en el escaparate que menos se piensa salta una calavera con veleidades intelectuales, o una rana meditabunda, o un líder revolucionario en el momento supremo de decidir sus órdenes, o un mono concienzudo, o un demonio razonador, o un ángel aburrido que deja pasar el tiempo de la eternidad con una mano en la mejilla. Tenía yo la impresión de que cada pensador, encerrado en su ser caviloso, reflexionaba sobre su identidad. Cuando se me cayó al suelo el sabio griego, le pegué con mucho cuidado la cabeza rota. No quería interferir en su voluntad de encontrar algunas ideas universales capaces de otorgarnos la perfección abstracta del mundo. No hubiera sido legítimo hacerle la competencia al viajero romántico, concentrado ante los abismos de su ruptura interior, trágicamente pensativo al descubrir que la realidad, hecha de astillas y de fugacidades, no es abstracta, ni perfecta, ni sagrada.

Suponía yo que el pensador inca indagaba en su ser incaico, y que la pensadora romana meditaba en las raíces divinas del imperio, y que el pastor del Sahara profundizaba en las dunas de su espíritu desértico, y que la joven estudiante hacía equilibrios mentales entre los vértigos de la realidad moderna y los instintos de permanencia. Pero desde hace unos días he empezado a sospechar que piensan en mí, que me vigilan y se entretienen con valoraciones morales sobre mi comportamiento, más preocupados por mi forma de estar que por su modo de ser. Algunas evidencias claras me permiten concluir que una porcelana gallega no me quita el ojo de encima cuando llego a casa, intentando comprobar si regreso cansado del trabajo o más bien torpe por culpa del alcohol excesivo. Una dama inglesa, escapada de cualquier palacio real, valora mis modales a la hora de comerme un bocadillo mientras unos tertulianos discuten de política en el televisor. Tal vez sea culpa mía por haberlos reunido, por colocarlos juntos en el cuarto de estar, por darles un orden y un sentido, sacándolos de sus soledades. El caso es que ahora parecen preocupados por mis costumbres, por cómo voy vestido y cómo me desnudo, por lo que me callo y por el tono de lo que digo, por los libros que leo, por las veces en las que me hago el tonto o el listo, por mis conversaciones telefónicas, por el método que sigo al archivar mis facturas, mis recibos, mis poemas. Una extraña pasión de urbanidad se ha extendido entre los pensadores de mi colección. Llegados de los tiempos, los países y las culturas más distantes, poco a poco se han puesto de acuerdo para observarme. Ya digo, cada vez les interesa menos su modo de ser y se preocupan más por mi forma de estar en la casa. Ellos son los que me critican cuando dejo las luces encendidas, o cuando pongo la música demasiado alta. Habrá que llegar a un pacto entre su ser y mi estar o entre su estar y mi ser, una zona intermedia en la que sus viejos ideales, apartados antes de la vida, no se conviertan ahora en un patio de vecinos. Nunca se puede estar tranquilo.

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