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El precio de Judas

Unos papiros escritos en copto hace más de 1.700 años acaban de revelar ahora uno de los casos más deleznables y fascinantes de cuantos vertebran el alma humana. Ningún otro símbolo se halla tan enraizado en nuestra civilización judeocristiana como las famosas treinta monedas con las que Judas vendió a su maestro. Pero ni siquiera en las interpretaciones más ortodoxas, esas monedas de plata fueron el motivo de la traición inaugural sobre la que se asienta nuestra cultura, sino sólo su representación tangible.

La traición es un patrón de conducta que en mayor o menor medida sufrimos todos en algún momento de la vida, ya sea en forma de delación, inquina, falso testimonio o mera envidia. La traición es la moneda que siempre se oculta. Según los evangelios, Jesús se enfrentó con la estirpe de los traidores entre los que se encontraban los saduceos y los fariseos o los sacerdotes de la Sinagoga, llamándolos sepulcros blanqueados, raza de víboras. Sin embargo, nunca incluyó a Judas en esta categoría. Lo que aporta el hallazgo de este nuevo evangelio sólo puede significar que Judas no vendió a Jesús, sino que simplemente cumplió una orden suya que sellaba un pacto previo, y según todos los indicios, sólo podía tratarse de un pacto político: "Lo que tienes que hacer, hazlo pronto".

El personaje de Judas casa perfectamente en el papel de un nacionalista zelota que pensaba que la detención de su líder desataría una rebelión contra el imperio y ayudaría expulsar a los romanos de su territorio. Si se equivocó, fue en parte porque el nazareno creía más en la revuelta social que en la lucha de liberación nacional. Jesús era un tipo que juraba en arameo, el idioma de los pobres de Israel, la lengua de los pescadores y los ladrones, de los carpinteros y las putas. Un hombre nacido conforme a la carne, engendrado por un carpintero de Galilea y parido por una adolescente judía que dejó de ser virgen, lo más tardar, el día que lo concibió. Un tipo a veces violento que sudaba y dejaba huellas y hacía el amor y creía en la utopía. Una especie de troskista que estaba en contra de la propiedad y que ideó una doctrina libertaria contra el orden establecido y contra la ortodoxia judaísta. Y que acabó, como era de suponer, crucificado.

La pregunta para la que la teología nunca ha hallado respuesta es que si realmente Jesús era hijo de Dios ¿por qué entonces fracasó su estrategia? Tal vez era necesario que todo saliera mal o tal vez tenía razón Lutero cuando dijo que Dios actúa como un loco.

Pero al margen del dogma que es una cuestión que sólo afecta a los creyentes, corresponde a la investigación histórica descubrir la verdad de aquellos hechos y de aquel personaje atormentado cuya potencia narrativa cautivó a Pasolini y a Borges y sigue fascinándonos hoy. No por su carácter religioso, sino porque representa un arquetipo de malditismo romántico que todavía sirve para explicar nuestra Historia.

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