El fugitivo
El ocio forzoso de una enfermedad inesperada me arrastró, hace pocas semanas, a releer Los miserables, la monumental novela de Victor Hugo, que sigue siendo una de las mejores que se hayan escrito jamás. El tema del inocente perseguido por un policía tenaz nunca ha sido tan bien contado como en esa opus magna degradada ahora a musical de Broadway.
Jean Valjean, el buen ladrón, y el inspector Javert, siguen apareciendo bajo miles de apariencias, a veces inesperadas, como sucede con Harry Potter y el Frodo de El señor de los anillos.
Ya iba por el último tercio de la novela cuando, como todas las mañanas, caminé hacia un café de Harvard Street, en Boston, para seguir leyendo en paz. La enorme pantalla de televisión sobre el mostrador está siempre apagada, pero aquel día alguien había conectado el canal Nickelodeon, que pasa programas de los años sesenta. Las imágenes que aparecieron eran las de El fugitivo, la célebre y casi olvidada serie en la que el dentista Richard Kimble, encarnado por el impávido David Janssen, acusado del asesinato de la mujer que amaba, trata desesperadamente de escapar del acoso del inspector Philip Gerard.
La conexión entre la serie y la novela de Hugo era más que obvia, pero como la serie insistía en que estaba fundada sobre hechos reales, esa afirmación me distrajo y decidí acudir a la biblioteca pública de la ciudad para averiguar si Hugo había sido plagiado por la realidad o si la realidad había recreado a Hugo.
En la verdadera historia hay un poco de las dos cosas. Las desventuras de El fugitivo sucedieron a mediados de 1954 en un pueblito de Ohio, 20 kilómetros al oeste de Cleveland, sobre la costa del lago Erie. La noche del 4 de julio, el dentista Sam Sheppard estaba medio dormido en un sillón de su casa colonial cuando oyó la voz ahogada de su esposa Marilyn llamándolo desde el dormitorio. Sheppard tardó demasiado en despabilarse. Cuando acudió, Marilyn yacía en el centro de una mancha de sangre, con las rodillas sobre el pecho y el piyama anudado alrededor, en forma de soga. Le palpó las muñecas. Ya no tenía pulso. Oyó entonces un ruido en la sala y alcanzó a ver, escurriéndose por la puerta principal, a un hombre alto, de cabeza grande, que desaparecía en las tinieblas del lago.
Nadie creyó su historia. Los vecinos declararon que oían discusiones frecuentes entre los Sheppard. El oficial de policía Henry Dombrowski tomó el caso a su cargo y decidió, el 10 de julio, que había acumulado pruebas suficientes para procesar a Sheppard. Su testimonio ante la Corte fue tan elocuente que logró una sentencia de cadena perpetua. El dentista fue encerrado en la cárcel del condado de Cuyahoga, a pocos kilómetros de la casa del crimen, y allí estuvo pudriéndose doce años.
El caso encendió la imaginación de los norteamericanos y la televisión fue, como siempre, la primera en ver el éxito al otro lado del horizonte. Un equipo de libretistas modificó ligeramente los detalles y los convirtió en lo que iba a ser la saga de Richard Kimble, el fugitivo.
En 1966, el dentista -que, por supuesto, no se había fugado- apeló la sentencia original y contrató a un joven abogado de Nueva York llamado F. Lee Bailey, que hizo llorar a medio Estados Unidos. Demostró que, en el primer juicio de Sheppard, el detective Dombrowski había escamoteado algunas evidencias esenciales. Había más de 20 pequeñas manchas de sangre fresca en un ángulo del sótano. No se podían atribuir a Sheppard, quien no tenía herida alguna cuando denunció el crimen.
La Corte Suprema de los Estados Unidos sentenció entonces que el primer juicio había sido "un carnaval", por culpa de los vecinos prejuiciosos y de las conjeturas delirantes de la radio y la televisión. Ordenó, a la vez, que el dentista fuera juzgado de nuevo. El segundo juicio fue rápido. Como era de prever, Sheppard fue absuelto.
El final de la historia no resultó sin embargo tan feliz para el fugitivo de la realidad como para el Harrison Ford de la película que repitió el tema de la serie en 1993. En los lugares del Medio Oeste norteamericano donde Sheppard intentó rehacer su vida, pocos creían en su inocencia, por la sencilla razón de que el culpable no aparecía por ninguna parte. El ex dentista se dedicó a emborracharse y terminó fulminado por la cirrosis en agosto de 1969.
Fue su hijo, Sam Reese Sheppard, quien decidió lavar el nombre familiar y consagró la mitad de la vida a una investigación que sólo ahora parece a punto de cerrarse. Sam Jr. tiene 54 años y la mirada melancólica de un huérfano eterno. Desde hace décadas sospecha que el culpable es un tal Richard Eberling, que lavaba las ventanas del vecindario y andaba siempre merodeando a su madre.
Eberling comenzó a llamar la atención de Sam Jr. cuando éste se enteró de que en 1959 habían detenido al limpiador por robo y que, al allanar el tráiler donde vivía, encontraron allí un anillo de Marilyn. Las dudas se acentuaron 30 años después, cuando Eberling fue condenado por matar a martillazos a una mujer de 90 años, cuyo testamento había falsificado en su favor. Desde entonces, Sam Jr. lo persigue para que acepte haber sido el asesino de Marilyn. Pone tanta saña en esa empresa como Dombrowski la puso con su padre. La historia de Los miserables se repite, pero al revés.
El hijo de un fugitivo ha convertido a otro hombre en fugitivo. Tal vez los dos, Sheppard y Eberling, son inocentes. Tal vez el culpable está en otra parte, huyendo sólo de sí mismo. Ése es el riesgo de las historias que se escriben más de una vez: en Edipo rey, en Los miserables y también -a menor escala- en la película de Harrison Ford y Tommy Lee Jones. Empiezan a ser contadas y, una vez que empiezan, ya no tienen fin.
Tomás Eloy Martínez es escritor y periodista argentino, autor de La novela de Perón, Santa Evita y El vuelo de la reina. © 2006, Tomás Eloy Martínez. Distribuido por The New York Times Syndicate.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.