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Columna
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Realidad

Un granadino resulta casi siempre un ser muy raro, compuesto por un poco de nieve, un poco de azul marino caribeño, dos o tres cucharadas de sensualidad rumorosa, herencia de la melancolía árabe de la Alambra, y un cartucho de resquemores variados. El origen de los resquemores granadinos es muy diverso, porque puede venir de quinientos años de amaneceres con olor a sacristía, o de las sospechas del terrateniente que prefiere guardar su dinero en el calcetín antes que arriesgarlo en la industria, o del hombre culto que no se deja engañar por novedades vistosas que parecen un milagro y luego son humo, o con la decadencia de una ciudad que sigue levantando ilusiones de juventud, pero que ya no es capaz de sostenerlas con su tejido social y condena al resentimiento a muchos de sus habitantes. En esta coyuntura, resulta embarazoso arreglárselas con uno mismo. Como la propia identidad granadina es un complejo de difícil solución, nunca me ha sobrado tiempo para plantearme la definición de mis raíces andaluzas. Me gusta Andalucía y me gusta la forma de ser de los andaluces, pero no me ha preocupado saber si pertenezco a una región, a una comunidad autonómica, a una nacionalidad histórica, a una realidad nacional o a una nación. Confieso que el último debate territorial que he vivido con apasionamiento fue el del proyecto de constitución europea. En un mundo globalizado por la economía, donde las fronteras nacionales han perdido buena parte de su sentido, parecía necesaria la constitución de una estructura política europea sólida, no un mero acuerdo de libre mercado con tinte constitucional. Las identidades nacionales son un problema menor en la construcción de un mundo más justo, y la única defensa que se me ocurre ante la voracidad mercantilista norteamericana es la constitución verdadera de un Estado europeo real, con derechos sociales y civiles democráticos. Me preocupa mi definición como ciudadano.

Pero confieso que, a lo largo de los debates de los últimos días, he tomado un extraño apego al concepto de realidad nacional. Distante de las pasiones en este asunto, hubiera estado dispuesto a dejar que los dos nacionalismos esencialistas que conviven en Andalucía, el españolismo del PP y el andalucismo del PA, se sentaran en una mesa para discutir hasta dónde estaban dispuestos a ceder cada uno, haciendo posible el consenso. Luego me involucré en los debates. Mi conversión empezó al leer algunos artículos de comentaristas indignados, reaccionarios hasta la médula de su crispación, que arremetían contra la cultura, el vocabulario y las costumbres de los andaluces a cuenta de su Estatuo. Lo único que han puesto en claro los debates nacionalistas hasta ahora es que los tontos pueden nacer en cualquier parte. Las versiones esencialistas de la geografía, que se apoyan en la devoción romántica al espíritu intemporal de un territorio, se compaginan mal con la realidad histórica. El adjetivo histórico aplicado a una comunidad no debiera significar que hay derechos consagrados por la leyenda de los siglos, sino -todo lo contrario- que las sociedades están en la historia, en el cambio perpetuo, fruto de una realidad en movimiento. Más que en esencias, parece oportuno pensar en la respuesta política que se da a unas realidades en movimiento. No me desagrada, pues, el concepto austero de realidad frente a la leyenda romántica que ha envuelto a la palabra nación a lo largo de los últimos dos siglos. Tampoco me desagrada que esta extraña y artificiosa apuesta por la realidad histórica haya nacido del trabajo de los políticos, del deseo de llegar a un consenso entre los nacionalistas españoles y los nacionalistas andaluces. Aunque ahora no sea posible, el concepto quizá tenga fortuna a la hora de equilibrar un Estado español que necesita articular, y hasta pegar, los sentimientos diferenciales de los que se sienten nación y la irrenunciable igualdad democrática, en derechos sociales y económicos, de todos los ciudadanos. Se trata de una realidad histórica.

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