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Columna
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Santísimo sexo

Vicente Molina Foix

La semana pasada fui testigo en el interior de un teatro de una situación paranormal. El teatro era el Infanta Isabel, el día lo que antes se llamaba Sábado Santo, la obra, una comedia, y el espectador objeto de la extraña experiencia yo mismo. Confieso que al adquirir mi entrada para la función aún no presentía nada de lo que luego sentí de manera tan inquietante. El título de la obra, Tengamos el sexo en paz, hay que admitir que tiene una palabra ajena a los ritos de la Semana Santa, aunque de ningún modo podría decirse que se trate de un título irreverente. La palabra "paz" que también figura en él dignifica, incluso enaltece, el aporte venéreo de "sexo". Era la segunda función del día y el teatro estaba lleno de un público muy variado, jóvenes ya bulliciosos antes de levantarse el telón y personas de edad que, bien mirado, podrían haber asistido piadosamente, antes de entrar al teatro, a la última procesión de la Semana.

Lo de levantarse el telón lo he dicho por costumbre, y sin segundas. En el escenario del Infanta Isabel no ves ningún telón o cortina cuando entras, sino un atril, un panel, tres botellas de agua mineral y un grupo de personas que, al primer pronto, me parecieron figurantes, como esos que van a los platós de la tele a aplaudir en vivo guiados por un cheer-leader, palabra moderna que en nuestra vieja tradición sería "jefe de claque". Luego te das cuenta de que no, de que esas personas son como tú, espectadores que han comprado su entrada y han elegido ver el espectáculo no desde el patio de butacas sino encima de las tablas (pero bien sentados) y en todo momento cerca de la única intérprete. Sábado Santo, pues, 21.30, Jesucristo a punto de resucitar, y nosotros, en plena faena, de la mano de Charo López.

Así como no hay telón en el Infanta Isabel, tampoco propiamente dicho hay comedia en el escenario, por mucho que la gente, todos los asistentes, los de arriba y los de abajo, no paremos de reír durante toda la velada. Tengamos el sexo en paz consiste en una charla muy informativa sobre la sexualidad abierta y sus descontentos, sobre los gozos del amor y algunas de sus sombras: lo que, sin salir de la terminología cristiana, se podría llamar un sermón. En mi infancia, "sermón" casi siempre equivalía a "tostón", pero la homilía que -sin casulla ni hisopo- Charo López nos larga es, al contrario, estimulante, divertida, y por supuesto picante.

Tengamos el sexo en paz es cosa familiar y casi incestuosa, pues el primer firmante del espectáculo original es Dario Fo, que adaptó el texto a partir de un libro de su hijo Jacopo, interpretándolo en los escenarios italianos Franca Rame, mujer del primero y madre de Jacopo. Tengo entendido que Rame hacía la obra en plan oradora y, de hecho, cuando Charo López irrumpe en el escenario madrileño, elegante y profesoral, también creemos que ella va a seguir el formato de la conferencia. Imposible. Esta actriz tiene tanta fuerza carnal, tanto poder de seducción y tanta gracia que cuando lleva 10 minutos de perorata ya nos hemos olvidado de la lección y estamos riéndonos con ella, más que de ella y, desde luego, de nosotros mismos. Los temas tocados son algunos, sin embargo, muy serios, como el del aborto, que la actriz afronta sin rodeos, subrayando la libertad de ejercerlo y el desgarro que para las mujeres supone el tener que practicarlo. Tanto en ése como en otros momentos de la obra, Charo López se ve obligada a sacar a colación a la Iglesia católica, que tan insistentemente nos da la vara sobre lo único que a sus miembros les está vedado, el sexo. En el pasaje del aborto se me quedó grabada esta frase: "El Papa no sabe de lo que habla. Nosotras sí".

En la función también se da una clase de aeróbic vaginal, se ilustra, en beneficio de los hombres y las lesbianas, las triquiñuelas del punto G femenino, y -en beneficio de las mujeres y los gays- el más desconocido, algunos dirían que insondable, punto G masculino, que éste está detrás. No hay punto ni coma vedado a la labia de Charo López.

Y de repente, cuando faltaban cinco minutos para el final, el momento de pánico o de culpa: un teatro, que tanto se parece a una iglesia, y una sacerdotisa desinhibida hablando desde el escenario, que es como un púlpito, del sexo en sus dimensiones y tamaños. ¿Infierno, anticristo? Era Sábado Santo, probablemente aquello era pecado, pero todos estábamos en la gloria.

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