Antonio Machado
Juan Urbano leía un libro titulado Ligero de equipaje como si anduviera por una ciudad lejana que, con el tiempo, se había vuelto invisible. El autor, Ian Gibson, hablaba de Antonio Machado y, como una buena parte de la biografía del poeta sevillano se había ido haciendo en Madrid, a Juan le emocionó, por algún motivo, la enumeración de las calles en las que tuvo que vivir el autor de Campos de Castilla, empujado cada vez a una casa más pequeña por las penurias económicas que acuciaban a su familia. Eran lugares por los que él caminaba normalmente y en los que, de pronto, le pareció hermoso imaginar la figura del escritor, que tal vez mientras paseaba por allí lo hiciese llevando en la cabeza, quién lo sabe, alguno de sus versos más conocidos. El número 13 de la calle de Claudio Coello. El número 3 de Almirante y el 42 de Santa Engracia. El número 110 de la calle de Alcalá y el 5 de Apodaca. Fuencarral, 46 y, más tarde, 98, en un piso en el que vivían 11 miembros de la familia Machado y por el que pagaban 125 pesetas al mes, poco más de un euro, aunque pobre don Antonio, qué iba a saber él de la moneda única y todo este asunto tan de otro siglo. Pero como las cosas le iban mal a sus mayores, al final tuvieron que dejar también el piso de la calle de Fuencarral y trasladarse a otro de la glorieta de Quevedo, que sólo les costaba 55 pesetas al mes.
Era el Antonio Machado joven, el de antes de hacerse profesor y marcharse a dar sus clases a Soria, a Baeza y a Segovia. El que iba a hablar de Literatura a las tertulias que se hacían en cafés llamados La marina, el Naranjero o el Fortes. Un Machado que aún no había vuelto a Madrid, ni se había enamorado de Pilar Valderrama, ni se había visto todavía con ella en secreto en el Parque del Oeste o más allá, en La Moncloa, entre las sombras de un jardín colindante con un palacete del siglo XVIII que hoy día es la residencia oficial del presidente del Gobierno, donde se sentaban en lo que el autor de Juan de Mairena llamaba el banco de los enamorados. A Juan Urbano le dio la impresión de que saber todo eso era un modo de conocer más a Antonio Machado, pero también su ciudad.
Cuando se disponía a leer la última parte de la biografía de Ian Gibson, y a adentrarse en el Madrid de la Guerra Civil, a Juan le dio por pensar en el asunto de las casas. Sería bonito que, de algún modo, la capital de España tuviese un reconocimiento al paso de Machado por sus calles. Pero la verdad es que el caso que se le hace a los escritores no es mucho, y si no fíjense por ejemplo en lo que ocurre, desde hace tantos años, con la casa de Vicente Aleixandre, un lugar de encuentro de la poesía española de posguerra que fue una especie de oasis en medio del desierto de la dictadura y que, al parecer y por más promesas que se han hecho al respecto, resulta irrecuperable. ¿No sería lógico que esa casa fuera un centro donde se pudiera estudiar la historia de la poesía española contemporánea? Mil veces se ha asegurado que la casa se iba a comprar y a restaurar, pero sólo han sido frases promocionales de una campaña política, y después nada: la casa de Aleixandre se derrumba como un libro al que se le borraran las palabras.
Las casas de una ciudad no son sólo una pieza del puzzle inmobiliario, son también un renglón de su historia. De alguna de esas casas salió Antonio Machado una mañana hacia el Retiro y allí escuchó, por primera vez, un discurso de Pablo Iglesias, y eso marcó su vida y nuestra Literatura. A otra de esas casas, la que estaba en el número 4 de la calle del General Arrando, lo fueron a visitar Rafael Alberti y León Felipe, después del golpe de Estado de 1936, para convencerlo de que se fuera a Valencia, y el pobre don Antonio se ofreció a quedarse en la capital asediada y a defenderla con sus propias manos. El último día que pasó el poeta en Madrid fue el 24 de noviembre de 1936, y lo último que hizo antes de partir fue asistir a un almuerzo en el cuartel general del Quinto Regimiento, en la calle de Francos Rodríguez. "Yo no me hubiera marchado", dijo en su discurso, recogido en la prensa de la época. "Estoy viejo y enfermo. Quería luchar a vuestro lado. Quería terminar mi vida, que he llevado dignamente, muriendo con dignidad. Y esto sólo podía conseguirlo cayendo a vuestro lado, luchando por la causa justa como vosotros lo hacéis". Qué palabras más tristes, porque dentro de ellas ya se había producido la derrota, la salida hacia el exilio, la muerte al otro lado de la frontera, en el hotel de Collioure...
Juan Urbano pensó que recuperar la memoria de las cosas es desandar los pasos que conducen hacia la fatalidad, y le hubiese gustado que la huella de Antonio Machado en Madrid fuese más visible, para andar de casa en casa, de calle en calle, y tener la sensación de que del destierro y la injusticia también se puede volver, cuando los encargados de honrar a sus héroes se preocupan de que su paso por la tierra siga siendo visible. Es tan fácil: basta con poner una placa, a veces.
Cuando volvió a leer el libro de Ian Gibson, Juan Urbano tuvo la sensación de que, a partir de entonces, Madrid tendría algo más que contarle cada vez que caminara por las calles de Santa Engracia, Almirante, Apodaca, por la glorieta de Quevedo. En esos lugares se escribieron, tal vez, algunos de los poemas más hermosos de la historia.
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