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Columna
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La muñeca rusa de en medio

Al volver a Madrid tras la Semana Santa y tras superar la reentré, uno se siente como la muñeca rusa de en medio: necesario, encajado, por fin en su sitio. Eso es debido a que estas breves vacaciones sólo nos han proporcionado la sensación de faltar en Madrid, no la de residir verdaderamente en ningún otro lugar. Nuestra vida real no ha sido sólidamente sustituida por ninguna otra, simplemente hemos flotado en un limbo espacial y temporal, placentero como una alucinación pero igualmente vertiginoso. La semana pasada apenas nos dio tiempo a deshacer la maleta, a broncearnos o a aprender a esquiar. No entablamos amistad con los recepcionistas del hotel o los vecinos del apartamento alquilado. Si alguien regresó a ese pisito en la costa recién comprado como refugio veraniego, probablemente no haya dejado de sentirse extraviado, buscando el estío en un acto reflejo, absurdamente decepcionado al no encontrar arena de playa en los zapatos, al comprar yogures que no caducan en septiembre.

Las prolongadas vacaciones de verano sí nos permiten fantasear con ser los habitantes autóctonos de las ciudades que visitamos. A pesar de delatarnos las quemaduras de segundo grado en hombros y nariz y la cámara digital abultando en las bermudas como unos segundos genitales más protuberantes, escorados y multifuncionales, nos colgamos bisutería local e intentamos pronunciar correctamente los platos de la carta. Es a la vuelta a Madrid cuando nos descubrimos unos extraños, una especie de extraterrestres inadaptados a los calcetines y los despertadores.

En Navidad, sin embargo, no tenemos que fingir. Normalmente, abandonamos la capital para recluirnos en un mundo que ya está construido, donde no hay que transformarse en otra persona sino, en todo caso, reencontrarse con tu versión más sincera. Los días de descanso a finales de año son tan escasos como los de Semana Santa, pero entonces rompemos totalmente con nuestra vida madrileña, pues los escenarios y los familiares donde nos refugiamos nos abducen profunda e inmediatamente, son una madriguera espiritual.

Estas vacaciones santificadas, en cambio, nos han devuelto a Madrid con cierto alivio. Si durante estos días de asueto hemos viajado a una gran ciudad extranjera nos habremos sentido insignificantes, sin tiempo para adaptarnos a la nueva escala. Si, por el contrario, hemos huido al campo, a una población más reducida, lo más probable es que no hayamos tenido tiempo de encogernos, de abandonar nuestra talla de gigante, nuestro porte cementoso de personas de ciudad. Ahora que hemos regresado a Madrid, todas las piezas de nuestro rompecabezas territorial han encajado, hemos recuperado la proporción. En Madrid poseemos la estatura adecuada para estar cómodos. La dimensión de la ciudad es la justa, el paisaje urbano (aun con sus chirimbolos dinamitables) y humano acogedor, el clima predecible y considerado con nuestro pelo. Supongo que cualquier persona, sin importar de dónde sea, se encuentra perfectamente encajada en su ciudad como una Beretta en su estuche, la costumbre nos brinda esa impresión de placidez, de correspondencia. Sin embargo, puede ser que aquí ocurra de una manera especial, pues Madrid es el término medio del planeta. España es un país de talla e importancia media en el primer mundo; ni es una gran superpotencia ni tampoco es un Estado transparente. Y nuestra ciudad, como capital, ocupa el lugar más destacado en la nación, alcanzando una dimensión mediana en el mapa occidental. Desde Madrid, como seres humanos, nos reconocemos perfectamente engarzados en el mundo, como el corazón de la pirámide de muñecas, en sintonía, no sólo con nuestro entorno, sino con el resto del país y del globo.

Pero esta sensación de control, de estabilidad, nos durará poco tiempo. Enseguida estaremos deseando ascender o descender escalafones en la escala, percibirnos diminutos en la inmensidad de una jungla, un desierto o entre los rascacielos de una metrópoli. O hacer que nuestro escenario se encoja, que se reduzca a cuatro calles, un bar, un cine y un río. Esta ciudad se nos ajusta tan perfectamente que al cabo del tiempo dejamos de sentirla, como ocurre con un guante de piel. Para palparnos, vivimos, necesitamos la fricción con lo que nos rodea. Y hoy Madrid nos acaricia.

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