El destello formidable de la República
La República que se conmemora el 14 de abril tuvo personajes magníficos. Probablemente, como decía el periodista Hunter Thompson, hay momentos en los que sin que se sepa por qué la energía de toda una generación produce un destello formidable. Eso fue la proclamación de la II República española: un destello de esperanza en un mundo que todavía no conocía Auschwitz, ni Hiroshima ni el Gulag. Un destello magnífico cuando todavía las esperanzas estaban intactas. Negarse a reconocer lo extraordinario de aquella experiencia, como proponen los negacionistas del Golpe de Estado del 18 de Julio, resulta mezquino, no para la izquierda de este país, sino para el país entero. La II República no es hoy día la herencia de un partido, sino la herencia que dejó aquella generación, de la que se esperó mucho, a esta otra, a la que mucho le es dado, en uno de esos misteriosos ciclos de los que hablaba Roosevelt.
Negarse a reconocer lo extraordinario de aquella experiencia resulta mezquino
Uno de esos personajes formidables fue una mujer a la que no se cita frecuentemente entre los creadores de la II República, pero sin la que la Constitución de 1931 no hubiera incluido nada menos que el sufragio universal. La feminista Elizabeth Stanton decía que la República consistía en dar a los hombres sus derechos, nada más... "Y en darle a las mujeres sus derechos, nada menos". Y eso es exactamente lo que consiguió Clara Campoamor. El debate que propició aquella diputada madrileña, su herencia, sigue vigente hoy día: ¿se puede posponer el reconocimiento a la igualdad legal de las mujeres hasta que se produzca una modernización suficiente de la sociedad, encomendada a los hombres?
Muchos expertos, y expertas, estiman, por ejemplo, que no pasa nada por aprobar ahora en Irak, o en Afganistán, bajo la supervisión de las democracias occidentales, Constituciones que discriminan legalmente a las mujeres, a cambio de un acuerdo entre los principales partidos que saque adelante el país. Ésa es prácticamente la misma postura que mantuvo en 1931 Victoria Kent y contra la que se alzó Campoamor: "Nadie como yo sirve en estos momentos a la República", porque la República no puede sacrificar el derecho de media población, sea cual sea la moneda de cambio. Algo tan simple si se aplica a los hombres sigue siendo, sin embargo, hoy día motivo de discusión cuando afecta a las mujeres.
El voto femenino se aprobó, justo es decirlo, gracias a una extraña mezcla de socialistas y de grupos de derecha que compartían, seguramente, los argumentos de Kent. A Campoamor la izquierda le reprochó siempre la victoria de la CEDA en 1933 y el éxito del Frente Popular en 1936 no cambió nada. Nadie le pidió perdón. Ella no ocultó su amargura: "No espero que se eleve una voz, una sola, que desde ese campo de la izquierda, de quien hube de sufrirlo todo, por ser el único que ideológicamente me interesa, una sola voz que proclame que no fui yo la equivocada".
Clara Campoamor, hija de un contable y una modista, empezó a trabajar a los 13 años y entre los 32 y los 36 hizo el bachillerato y la carrera de Derecho. Murió en el exilio en 1972. Con su impulso, y el de otros hombres y mujeres, la II República aprobó la igualdad de derechos de ambos sexos, el acceso de la mujer a la vida pública, la abolición de la prostitución regulada, el derecho al aborto, el matrimonio civil y el divorcio de mutuo acuerdo, la supresión del delito de adulterio aplicado sólo a mujeres, la educación mixta, la protección a la maternidad, la equiparación salarial, la investigación de paternidad, el reconocimiento de hijos naturales y la patria potestad compartida. Prácticamente todos esos derechos fueron suprimidos por el franquismo. Es absurda la idea de que no importa lo que un hombre, o una mujer, cree. Claro que importa: importa lo aquellos hombres y mujeres que proclamaron la República creyeron y lo que creían quienes lucharon contra ella. Y es una indecencia pretender que lo ignoremos.
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