El empaste
Hace unos días caminaba normalmente por la calle rumbo al dentista, sin más desayuno que un café solo y un par de Ducados. Eran las nueve de la mañana y la etiqueta de las intervenciones dentales sugiere no llegar a la cita muy desayunado, puede comerse algo frugal como una manzana, pero de ninguna forma es correcto llegar con restos de butifarra o chorizo criollo en los caninos, eso no, y menos cuando el dentista, como el que a mí me ha tocado en suerte, es una mujer decente y aseada, y sospecho que dada al aerobic y a la comida vegetariana. La verdad es que no hablamos mucho porque atiende en uno de estos centros dentales tumultuosos donde cada paciente, lleve la dolencia que lleve, tiene derecho a 15 minutos de curaciones, no más, pero tampoco menos porque si no, la sala de espera empieza a verse vacía y pocas cosas dan más pánico que un doctor sin clientela; así que en esos 15 minutos lo que procede es decir fugazmente "buenos días" y de inmediato sentarse, abrir la boca y dejarse hacer durante los siguientes 14 minutos y medio. Lo mío era una simpleza, un empaste, una curación básica que la mayoría de las veces consiste en una rápida puesta en escena de la cavidad que va a taparse: primero se redondea con el infernal taladrito, luego se despeja con tres o cuatro golpes de aire, después un buche de agua; entonces el dentista comienza a taponar con masilla la cavidad y al final echa mano otra vez del infernal taladrito para retocar el empaste. El trabajo de los dentistas se parece al de los albañiles que ponen repisas y hacen bricolaje, de la misma forma que el de los cardiólogos que destapan arterias es semejante al de los lampistas.
El trabajo de los dentistas se parece al de los albañiles que ponen repisas y hacen bricolaje
El empaste era una simpleza, pero, en cuanto abrí la boca, la dentista efectuó una rápida exploración con lujo de espejos y punzones, rápida porque ya nos quedaban nada más 14 minutos, y también rápidamente concluyó que había que dormirme la boca con anestesia. "¿Para un empaste?", pregunté súbitamente montado en una crisis cardiorrespiratoria eminentemente emocional, "es que hay empastes que son más complicados", dijo ella detrás de su tapabocas y con los ojos dramatizados por la lámpara que me daba de lleno en la cara, y como no había tiempo que perder, porque ya nos quedaban nada más 13 minutos y medio, me metió la aguja en las encías mientras me informaba que para que el empaste se cogiera bien a la muela, tendría que ponerme, dentro de la pieza, un par de tornillos. Yo iba a protestar airadamente y después a salir corriendo del cubículo y de la clínica, pero la anestesia ya empezaba a hacer efecto y me costaba tanto articular las palabras que nada más balbuceé algo, e inmediatamente después pensé que si la boca se me estaba yendo con la anestesia lo mejor era permanecer en mi sitio porque después, si la boca se iba en una dirección y yo en otra, iba a ser muy difícil encontrarnos, así que cerré los ojos, aflojé las mandíbulas y comencé a imaginar un cantante que justo antes de su espectáculo se anestesiara media boca para que se le fuera a cantar al Bikini, mientras él salía, con la otra mitad, a cantar en el Luz de Gas. Un ruido ensordecedor interrumpió esta fase imaginante, que por otra parte no conducía a ningún lado; era el ruido de un taladro que nada tenía que ver con el que hace el infernal taladrito. Éste era un taladrazo como el que usan los albañiles para agujerear una pared, un taladrazo con el que la dentista me hizo dos hoyos en la muela. Miré el reloj y me pareció que los siete minutos y medio que aún teníamos por delante eran una eternidad, la dentista dejó el taladro y cogió dos tacos que metió en los agujeros que acababa de hacerme y después, para confirmar esa idea de que el trabajó del dentista es puro bricolaje, cogió un destornillador y fijó los tornillos en los tacos, luego tapó todo con masilla y aprovechó el último minuto que le quedaba a nuestra cita para perfilar el empaste con el taladrito infernal. "La boca tardará unas tres horas en despertar", dijo cuando nos despedíamos, justamente cuando se cumplían los 15 minutos reglamentarios y entraba el siguiente paciente a ocupar el sillón que yo abandonaba. Que la dentista pensara que mi boca estaba dormida me pareció una curiosidad porque yo lo que sentía era que estaba ida. Salí a la calle y ahí, expuesto a los referentes de la normalidad, sentí toda la extrañeza de andar a la intemperie con media boca, encendí instintivamente un cigarro pero la sensación era tan rara que desistí, lo arrojé al suelo. Antes de refugiarme en casa y esperar a que regresara la mitad de mi boca, me detuve en un bar y pedí un café. Por la forma en que se me torció la boca al pedirlo, la camarera adivinó que venía de la clínica dental y entre el terrón de azúcar y la cucharilla puso una pajita para que pudiera sorber el líquido de la taza, cosa que hice. Al llegar a casa pedí al conserje el correo y él, molesto, me dijo: "Vale, vale, pero no me tuerza usted la boca".
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