Besos de ventosa
No sé por qué la medida del cine de Almodóvar reside en Madrid para lo bueno y para lo malo. Estoy seguro de que sus películas no tienen el mismo sabor en los cines de otras ciudades. Por ejemplo, el suculento sonido de los besos de ventosa que se arrean las protagonistas de Volver cada vez que se ven en el pueblo, desde Madrid, nos suenan al trompetazo lejano de una cultura perdida. Aun así, después de asistir a ese espectáculo de inmenso humanismo que es su última película, he decidido ponerlo de nuevo en práctica a mi justa medida, en mis entornos más cercanos, porque esos besos me saben a los que solía darme mi abuela y, una vez recuperados, me niego a tirarlos por la borda.
Nos tocamos y nos besamos poco. Por eso, no está de más que cada uno, en nuestros escasos metros cuadrados de influencia, iniciemos por ahí el germen de lo que puede ser una pequeña revolución. Podríamos empezar por agradecerle eso al artista que mejor ha retratado la colmena posmoderna del Madrid que cruza de un siglo a otro entre los fotogramas de sus películas. Quien quiera conocer el alma y las entrañas de esta ciudad en el paso de los siglos XIX al XX tendrá que leer a Galdós, pero aquellos que pretendan descifrar en las décadas venideras los genes que conforman las heroicidades y las miserias de esta bendita villa en nuestro tiempo, no tendrán más remedio que acudir a la crónica de su cine.
Al dulce desmadre escatológico de Pepi, Luci, Bom..., al asfixiante crepúsculo urbano de La ley del deseo, a la luminosa modernidad de Mujeres al borde de un ataque de nervios, a los tiernos amores posibles e imposibles que se encierran en Átame y Hable con ella, incluso a la radical necesidad de espantada que nos propone en Todo sobre mi madre, cuando dejó estas calles para irse a retratar en Barcelona ese inmenso carrusel de madres que conformaban las que él, en cierto modo, quería pero no podía ser. Y, sobre todo, al Madrid que Almodóvar nos regala en ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, a caballo entre un barrio inmundo, donde parece imposible la felicidad, y las calles que recorre el taxi del germanófilo Ángel de Andrés.
En aquella lúcida paleta de nuevo realismo tamizada por un surrealismo de abuelas, vecinas porno y lagartos latía un suspiro de escapada, un deseo de huida a los orígenes en busca de respuestas contundentes, como también sobresalía en La flor de mi secreto. Es una enfermedad muy común entre todos los madrileños nacidos fuera de la ciudad. Pero en Volver, ese viaje es la esencia de la película. Esa necesidad de arraigo es la que hace que, desde Madrid, su visión y su disfrute resulten una experiencia única.
Sus criaturas viajan del campo a la ciudad, pero en ese trayecto, Almodóvar aprovecha para poner a prueba nuevos retos que funde y hace dialogar con su estilo, al que hace deudor de los mejores soplos de Cervantes, de Valle- Inclán y de García Lorca. Los personajes hablan con la tremenda contundencia que entronca directamente con esa tradición sin que en ningún momento Almodóvar traicione la clarividente modernidad de sus hallazgos propios.
Todo ese maravilloso recorrido creativo comienza en la primera secuencia del cementerio, donde arrea un viento que pone perdidas las tumbas, a las que todas las mujeres sacan brillo con el remango propio de las personas decentes y radicalmente respetuosas con la memoria de sus muertos. Pero continúa después en un Madrid de retrato nuevamente magistral, con portales de aluminio, callejuelas empinadas con aceras donde todavía conviven edificios de ladrillo con casas de cal blanca, que nos recuerdan el pueblo grande que todavía habitamos y que en cierta medida puede consolar nuestro desarraigo, antes de que echen a rodar las excavadoras que acaben con todos los rastros de nuestra memoria.
Frente a las máquinas y las recalificaciones, frente a las tuneladoras y los nuevos complejos urbanísticos, nos quedará la cámara poética y verdadera de Almodóvar. Él ha sabido regalar a Madrid el espejo de su propia identidad antes de que se convierta en una ciudad que corra el riesgo de asesinar su memoria y llegue demasiado rápido a un mundo inhóspito y frío de ciencia-ficción. Aquel donde no existen fantasmas a la altura de Carmen Maura, ni santas en vida como Blanca Portillo, ni milagros carnales que le hagan sombra a Penélope Cruz.
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