El topo sabio
Al olor de la Liga de Campeones, el topo Riquelme se abrió camino en el subsuelo del Madrigal. Oyó un rumor de banderas, despertó de su sueño de siglos, salió a la superficie, pidió la pelota y mandó al cuarto trastero a Recoba, Figo, Adriano, Verón y demás lumbreras del Inter de Milán.
Nacido de las cenizas de Maradona, recriado en la escuela de la calle y curtido en los talleres de Boca Juniors, el chico de cera había encontrado de nuevo la solución más simple al problema más complejo. Nunca conoceremos los verdaderos orígenes de su malicia porteña ni de su espíritu ahorrativo, pero, por algún reflejo del instinto de conservación, ganó, como siempre, a su manera. Aunque se mueve con un mismo dominio por todas las esquinas y dispone a voluntad de toda la escala de toques, ritmos y velocidades, volvió a jugar con amortiguador.
Esa disposición de ánimo ha determinado su estilo: ya sea por un impulso contemplativo o por economizar energías, se desliza entre los obstáculos con la medida lentitud de los peces de acuario; es un jugador ondulante cuyas evoluciones invitan a la pasividad. Quizá por ello provoca en sus rivales una especie de pachorra crepuscular, la misma fascinación que la serpiente en el pájaro. No importa si hablamos del estilista más fino o del sicario más recio: atrapados por su fuerza magnética, unos y otros parecen la tonta del bote.
Sólo entonces, cuando están medio dormidos, la mascarilla de Román adquiere un brillo casi imperceptible. Sale de su impavidez de cacique el tiempo justo para ejecutar, con una inesperada celeridad, alguna de esas picardías suyas que pueden terminar indistintamente en un pellizco de monja, un alfilerazo de viuda o una bomba volante. En su repertorio, la potencia y la sutileza se conjugan con una admirable armonía cuya explicación está más en la masa de la sangre que en los libros. Su naturalidad es tan inaprensible como su pulso: sus muñecas son de mármol, procesa el juego como una máquina calculadora, y no importa el grado de intensidad del partido. En la salud y en la enfermedad él tiene cardiograma plano.
El martes levantó sus orejas redondas, movió los bigotes, descifró en un segundo los arcanos del área, husmeó el balón como si fuese un queso de bola, miró la portería con ese gesto suyo de infinita perplejidad y metió un pase oblicuo.
De pronto había dejado a Toldo colgado del aire, al Inter colgado de Toldo y a nosotros colgados del televisor.
Luego dio el bostezo del lirón, proclamó el peligro amarillo y dijo, sin abrir la boca, "El fútbol soy yo".
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