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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Valle encuentra piso

Marcos Ordóñez

Dudo que haya una obra más bestia que Divinas palabras en toda la historia del teatro español. Español y universal: Saved, de Edward Bond, es un chiste a su lado. Y todo el In Yer Face Theatre, desde la pobre Sarah Kane al último joven turco. Don Ramón sí que era salvaje. Sería el kif que se metía, sería el orujo o sería el clima, yo qué sé lo que sería. El clima de la nauseabunda época que le tocó vivir, quiero decir. Divinas palabras es un señor mazazo en la base del cráneo, con algo para molestar a todo el mundo. Puro Teatro Pánico, puro hardcore, medio siglo antes de que se inventaran esas cosas. Por si creen que exagero o no tienen fresca la obra, se la recuerdo un poco. Arranca el asunto con Juana la Reina, una mendiga que está palmando de cáncer de bajos. Pasea en un carrito a su engendro, un enano hidrocéfalo y babeante que despierta la codicia de los lugareños de San Clemente, un poblacho de Peckinpah pero en gallego. Por un lado, la familia Gaila: Mari-Gaila, casada con el sacristán Pedro Gailo, hermano carnal de la mendiga, y Marica del Reino, matriarca feroz y cuñadísima. Por el otro, Séptimo Miau, un crápula de faca presta, que viaja con un perro satánico llamado Coimbra y planea librarse de su amante, Poca Pena, y del hijito de ambos. También a Rosa La Tatula, otra que tal baila, le seduce la idea de quedarse al hidrocéfalo para exhibirlo en las ferias, cuantimás por el descomunal tamaño de sus partes. Hay una escena aconhuevante en la que a) emborrachan al pobre monstruo en una taberna, b) se les muere y c) los cerdos le devoran la cara. A todo esto, Mari-Gaila, celestineada por La Tatula, planta al sacristán para liarse con el pérfido Miau. El sacristán, que es un aprendiz de Friolera, se agarra una pítima e intenta encamarse con su propia hija, Simoniña, pese a ser un tanto repolluda. Otro highlight llega cuando Mari-Gaila vuela por los aires nocturnos a lomos del trasgo cabrío, convidada a su baile. Resumiendo: Gailo y la repolluda coronan al muertecito con camelias, cosa de sacar algo para el entierro; la Gaila y Miau se revuelcan, los gañanes les pillan y la llevan, desnuda, a las puertas de la iglesia para lapidarla. En la última escena llega, impensadamente, la luz, la anhelada epifanía que da título a la obra. ¿Cómo consigue Valle que no nos estrague este aguafuerte goyesco de codicia, lujuria, incesto, demonología y barbarie, al que sólo le falta, para redondear, que se coman al niño con patatas? Por la vivacidad de los tipos, por la furia de los conflictos, y, desde luego, como siempre, por el culebreo de un lenguaje que sabe ser "zurriago y caricia", en el que el látigo, la alucinación y el lirismo coyundan que da gusto. Gerardo Vera no se anda con chiquitas: ha elegido, para inaugurar el teatro que lleva el nombre del poetazo, su obra más difícil y aristada. Y le ha salido un espectáculo sobrecogedor, poderoso, profundamente concebido, muy bien puesto y mejor movido. Ahí van mis peros inmediatos: el juego distanciador de principio, con los actores "calentándose", y, sobre todo, final, al que falta rotundidad; el emborronamiento de algunas escenas, sobrecargadas de gritos (sí, ya sé que Valle califica a sus criaturas de "ululantes", pero tampoco hay que tomarlo al pie de la letra) y añadiendo caos al caos. Falta, para mi gusto, esclarecer dramáticamente algunos pasajes, un trabajo similar al realizado por Juan Mayorga en su estupenda adaptación. Y falta que Elisabet Gelabert, que encarna a Mari-Gaila, afiance sus modelos, por así decirlo, porque está requetebién cuando torea "por Gloria Muñoz", y chirría cuando su norte parece ser Massiel con unas gotas de Josele Román, o sea, briosa pero despendolada. Hay una evolución clara en su trabajo, que va consolidándose a medida que avanza la función. El reparto es lujoso y muy bien conjuntado. Fernando Sansegundo es un Pedro Gailo antológico, con dos escenas de vuelta al ruedo: el asedio incestuoso a Simoniña, la impecable Carlota Gaviño, y la culminación alucinada, casi resurrecta: verdad pura y conmovedora. Rodean al dúo un manojo de actrices de relumbrón: siempre es un placer ver a Alicia Hermida, una imponente Marica del Reino que clava cada frase como si esculpiera sobre piedra con buril, y a Julieta Serrano, una Tatula casi koltesiana, brillantísima, y a Julia Trujillo (Juana La Reina), otro regalo en su breve pero desgarrada intervención, y a Sonsoles Benedicto (Benita), también maestra a la hora de "decir" (y sentir) a Valle. Jesús Noguero es una elección óptima para Séptimo Miau, porque ya mostró chulería y peligro y talento en su Cara de Plata. El elenco es muy amplio, pero no quisiera olvidarme de Emilio Gavira en el rol de Laureano, el baldadiño hidrocéfalo, que te parte el alma, soberbiamente maquillado en la terrible escena de los cerdos. Cerdos a los que Gerardo Vera ha convertido en una especie de horda de punkies rabiosos, del mismo modo que Coimbra, el perro endemoniado, tiene, y buena idea es ésa, encarnación humana: Pietro Olivera. El espectáculo es una maravilla de luz y escenografía (aplausos para Vera, Sánchez Cuerda y Gómez Cornejo), con esa atmósfera apocalíptica de niebla, ceniza y polvo de lava, y ese aire de inminente campo de concentración, sobrevolado por, gran imagen, un árbol que va desarraigándose como una muela del juicio extraída con tenazas, un árbol que se inclina amenazador, y cruje como un trueno lento, y acaba convirtiéndose en el mismísimo lomo del diablo sobre el que cabalgará Mari-Gaila. El público, que llena el teatro, sigue absorto la obra, y queda, quedamos, tan patitiesos y sacudidos como los gañanes que contemplan el cuerpo desnudo de la adúltera, y las divinas palabras que brotan de la boca ensangrentada del sacristán, aunque, insisto, a esa conclusión le falta claridad y un golpe de brío para cerrar en punta. Divinas palabras, que girará por España, debe viajar igualmente a los festivales internacionales, para que aprendan de una vez cómo se las gastaba nuestro Don Ramón y cómo hay que montarlo.

A propósito de Divinas palabras, dirigida por Gerardo Vera en el teatro Valle-Inclán, de Madrid

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