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Columna
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Niños

Llamémoslo Z, y digamos que anda por los dieciséis, que es más bien menudo, y que no es buen estudiante. Le gusta fumar porros y se pasa sus apuros con los munipas. En cierta ocasión, me cuenta, estuvieron a punto de pillarlo, pero se metió la bolsita de maría en los calzoncillos. Apenas lo conozco, mas constato que le halaga saberse escuchado. Practica el ciclismo y también le gusta dormir, mucho más, desde luego, que ir al instituto. Alguna vez, con motivo de alguna fiesta cercana, le he oído proclamar con regodeo que pensaba agarrarse una trompa de campeonato. Es presumido, y en cierta ocasión le dije que en realidad era un dandi, palabra cuyo significado no le disgustó. Se declara de izquierdas, cercano a Batasuna, y es de los que ve el mundo repleto de fachas amenazantes, obsesión frecuente entre los jovenzuelos vascos y que quizá denote un deseo de afirmación propia, al tiempo que una oscura atracción hacia algo que sólo ven ellos.

Un día me preguntó si creía posible que alguien pudiera pasarse desde la izquierda a la derecha radical, y le puse el ejemplo de lo que ocurría en Francia con Le Pen, que alcanzaba sus mejores resultados electorales en una zona que antes había sido roja. Seguramente, le expliqué, muchos de los que ahora le votan antes votaron rojo. Se defendió del peligro puntualizándome que él tenía principios, y estuve por decirle que son los principios los que justifican las posturas extremas, que es por principios por lo que se cambia, y que son los principios los que le impiden comprender al que cambia que haya cambiado, ya que él seguirá defendiendo que continúa en el mismo lugar y con los mismos principios. No se lo dije porque pensé que no me iba a entender. Si lo hubiera conocido hace unos años, habría pensado que era un candidato al reclutamiento. Hoy, ese peligro parece conjurado y su historial futuro se abre a nuevas perspectivas.

Comprobamos estos días en los medios, aunque no sólo en ellos, una preocupación creciente por los hábitos de nuestros adolescentes. Nos preocupan sus parrandas, sus botellones, su indisciplina, su dependencia, su falta de autoestima, el tenue hilo que los separa del abismo. Por fortuna, uno de nuestros mayores motivos de preocupación respecto a ellos parece estar a punto de desaparecer: su reclutamiento en ETA. Recuerdo un artículo publicado en la prensa por un amigo mío hace no demasiado tiempo en el que manifestaba su deseo de acabar con ETA, acuciado por el temor a que sus hijos pudieran caer en sus garras. Ha sido un temor bastante generalizado entre los padres vascos, fuera cual fuera su adscripción ideológica, ya que no era del todo cierta la opinión de que el medio familiar propiciara el reclutamiento o inmunizara contra él. Nuestra cultura ha sido muy de calle y bastante unitaria, y es ahí donde el universo etarra buscaba sus efectivos al amparo de hábitos gregarios a salvo de divisiones comunitaristas.

El mundo etarra ha sido muy peculiar, con tensiones dispares en su cosmos constitutivo, pero creo que ha sido un elemento cohesivo de una sociedad comunitarista en la que la modernidad introducía elementos disgregadores, aunque eso sólo lo haya podido acometer mediante un desplazamiento de valores. La comunidad vasca postetarra poco tiene que ver con la anterior; sin embargo, el sentimiento de comunidad étnica sigue vivo, y es eso, en definitiva, lo que se trataba de salvar. No obstante, este empeño cohesivo se ha emprendido no sólo asumiendo los elementos disgregadores, sino agudizándolos como cuota inevitable de su afán integrador. Les ha dado un sentido, pero ha tenido que cultivarlos, de ahí esa extraña amalgama de modernidad y de pensamiento reaccionario que ha llevado su sello y que no es muy diferente a la de otros movimientos totalitarios en su periodo de maduración. Respecto a nuestros niños, por ejemplo, el universo etarra ha reconducido el desasosiego juvenil ideologizándolo por vías delictivas cargadas de un sentido salvífico que lo dignificaba. Se trataba de una ideología muy simple, repleta de clichés en blanco y negro, pero que integraba las pulsiones hostiles en el destino de la comunidad.

Esa vía etarra a la comunidad ha fracasado. El probable final de ETA ha puesto a repicar para algunos las campanas del paraíso, y no me cabe ninguna duda de que nos abre a tiempos prometedores. Tampoco dudo de que tendremos que capacitarnos para afrontar determinados fenómenos que su existencia no hizo sino ocultar. ETA ha sido una losa, y ha sido también un velo. Su desaparición no ha de invitarnos a ingerir narcóticos narcisistas, pero es posible que lo que nos revele resulte verdaderamente apasionante. Es el futuro de Z.

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