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Un muro y un 'bulldozer'

La otra noche presencié el discurso del presidente a la nación. Hace unos días, tres millones de personas -en su mayoría estudiantes- se manifestaron en la calle contra la nueva ley que permite a las empresas contratar y despedir a jóvenes de forma indiscriminada. Varios comentaristas compararon la dimensión de las protestas -y de la simpatía pública hacia los manifestantes- con la situación de Francia en 1968. Yo no voy a abordar aquí esta comparación histórica. Sólo quiero describir el estilo del discurso del presidente Chirac porque, en muchos aspectos, fue una muestra típica de cómo se dirigen hoy los líderes políticos -por lo menos, en el Primer Mundo- a su pueblo.

Apareció bien preparado y seguro de sí mismo y, sin embargo, daba la impresión de saber de antemano que su intervención no iba a cambiar nada. Que sólo aspiraba a hacer lo que pudiera. No estuvo ni tranquilizador ni ansioso. El tiempo, el cansancio y las fuerzas del orden, sugirió, acabarían por calmar las cosas.

Antiguamente, los dirigentes políticos, cuando hablaban ante su país, ofrecían propuestas de construcción. Podían exagerar, quitar importancia al precio que iba a costar o directamente mentir; sus proyectos podían ser tan distintos entre sí como el Tercer Reich, los Estados Unidos de América o una República Socialista. Pero sus propuestas siempre incluían una visión que había que hacer realidad, o una sociedad que aún no existía y había que crear. Construcción.

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En otras situaciones, los líderes políticos proponían la defensa activa de instituciones y costumbres ya existentes, más o menos respetadas por quienes les escuchaban y que se consideraban en peligro. Propuestas de ese tipo desembocaban muchas veces en el chovinismo, el racismo y la caza de brujas. Sin embargo, su retórica alentaba y hacía real, aunque fuera por poco tiempo, un sentimiento generalizado de lealtades compartidas durante la tarea de salvar algo.

La retórica de los dirigentes políticos de hoy no está al servicio de la construcción ni de la conservación. Su objetivo es desmantelar. Desmantelar la herencia social, económica y ética del pasado y, especialmente, todos los mecanismos, asociaciones y normas que expresan solidaridad.

El Fin de la Historia, que es el lema empresarial de la globalización, no es una profecía, sino una orden de borrar el pasado y su herencia en todas partes. El mercado necesita que cada consumidor y cada empleado esté abrumadoramente solo en el presente.

Ningún electorado está preparado todavía para aceptar ese desmantelamiento. Y por un motivo muy sencillo. El acto de votar, sea en una elección libre o manipulada, es una forma de aunar recuerdos en apoyo de una propuesta de programa para el futuro. Nos encontramos aquí con la profunda contradicción entre la tiranía del mercado mundial y la democracia, entre la llamada libertad de consumo y los derechos del ciudadano.

Por consiguiente, el proceso de desmantelamiento tiene que llevarse a cabo de forma disimulada y oculta. Y ésa es la primera tarea política del líder político actual. Por supuesto, también se está desmantelando su propio papel. Pero ellos ya han decidido ejercer, disfrutar y explotar sus poderes, aunque sea disminuidos, en vez de hacer frente a ninguna verdad universal. Eso es lo que explica su pragmatismo y su asombrosa falta de realismo. Eso es lo que explica que sean unos políticos con una capacidad de disimulo sin precedentes. Ellos se dedican a mentir mientras los tratos se cierran en otro sitio.

Volvamos ahora a los discursos típicos de los dirigentes políticos en estos tiempos en los que vivimos. Cada vez que se encuentran con algún tipo de oposición, tienen que ocultar lo que está ocurriendo, y se apresuran a levantar un muro de palabras opacas. La conclusión del discurso de Jacques Chirac es un ejemplo perfecto. "En la República, cuando se trata del interés nacional, no hay que pensar en ganadores ni en perdedores. Debemos estar unidos. Y que cada uno actúe con responsabilidad".

Un muro verbal para esconder lo que está sucediendo. Y al otro lado del muro, el bulldozer sigue desmantelando.

Aun así, con muro o sin él, todos, salvo los que son ricos o los que tienen serias oportunidades de serlo, son conscientes de ese desmantelamiento. De ahí los tres millones de personas en la calle. De ahí la gran preocupación nacional por el desempleo, el riesgo omnipresente de acabar en el paro y el hecho de que cada vez es mayor la carga laboral que se impone a los empleados.

La nueva ley, que aumenta la precariedad del empleo para quienes han terminado sus estudios, se presentó oficialmente como una medida para disminuir el paro a corto plazo.

El daño que ya está ahí no tienen más remedio que reconocerlo oficialmente, pero sus causas y sus consecuencias se ocultan y se rodean de confusión (para que no haya más descontento, revueltas, ira y violencia).

En vez de reconocer la existencia del bulldozer, que es la máquina modernizadora de la tiranía que supone la economía de mercado actual, se refieren al desempleo como si fuera una epidemia o una lacra. Una plaga, es la palabra que utilizó el presidente.

En vez de rebatir el falso concepto de modernización, hablan del brutal desmantelamiento como si fuera un capítulo de las ciencias naturales. "El mundo del trabajo", anunció el presidente, "en perpetua evolución...".

Estos discursos revelan que los líderes políticos que los pronuncian han abdicado, a todos los efectos, de la política. La política, para ellos, es un pretexto. Y a pesar de dirigirse a multitudes (20 millones en el caso de Chirac), hay que observar lo solitarios y, por tanto, absurdos que se han vuelto sus argumentos públicos.

John Berger es escritor británico residente en Francia. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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