Botellón
Las masivas convocatorias por SMS de las últimas semanas han vuelto a poner de relieve un fenómeno, el botellón, de amplias consecuencias en la salud y el orden públicos. Quizá sea indicativo de las distintas mentalidades si comparamos la concentración de los jóvenes franceses por la amenaza a su futuro con las reuniones homólogas en España por motivaciones más bien recordísticas y festivas.
Sin embargo, tampoco cabe satanizar este fenómeno y a sus protagonistas. En primer lugar, porque la juventud ofrece un panorama mucho más amplio, dada la respetable implicación social y medioambiental, y en segundo, porque la socialización y la reunión entre amigos es otro de los factores en él, y no la simple ingesta compulsiva de bebidas espiritosas. Por otro lado, seríamos hipócritas olvidando la parte que nos toca a los adultos, tanto por el abundante número de bares que jalonan nuestra geografía como por el universal componente del alcohol en nuestras festividades.
De cualquier modo, es cierto que cuando se plantea como única alternativa de ocio, el botellón revela una preocupante enfermedad social, tanto por su limitación de opciones vitales como por el perjuicio a la propia salud que genera, así como por las molestias que padecen los vecinos de las zonas en que tiene lugar.
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