Me gustas mucho
NO ACABO DE MADURAR. El cuerpo me va dando avisos, como ese miserable aguafiestas que es, de que ya va siendo hora, pero por más que intenta frenarme este espíritu nervioso, no consigue que yo me entere de una vez por todas de la edad que tengo. No es eso del Peterpanismo, para nada, a mí me siempre me ha parecido que hay ser muy corto para querer estancarse en la edad del pavo. Menuda espesura de años: cada gesto que se hace, cada prenda de ropa que se lleva, cada frase que se dice es un manifiesto, una declaración de intenciones. Nonononó, lo que yo quiero es perpetuarme en esta edad incierta en que no eres ni viejo ni joven, en que lo entiendes todo porque estás a medio camino. Lo bueno de esta edad es que los viejos te miran como a una niña, lo malo es que los jóvenes te ven como si ya hubieras pasado la época de las grandes emociones. Te ven mayor, y eso duele. Y más si te pasa como a mí, que llevo el alma retrasada, como la de aquellos indios canadienses que en sus viajes tenían que sentarse a esperar a que el alma se reuniera con ellos. Mi alma estará como en los treinta años o así, pero cuando la primavera dice aquí estoy yo, y salgo a la calle, y ha salido el sol y los capullos de las acacias de esta callecilla de provincias neoyorquina en la que vivo están a punto de brotar, mi alma se vuelve loca y no sabe si tiene treinta o siete años porque ganas me dan de pegar patadas a las latas de pepsi-cola y sacar de nuevo el chicazo que hubo en mí. Es en esos días en los que, olvidadiza de que tengo ya un oficio con el que me gano la vida, hago grandes planes para el futuro. Este culo de mal asiento es un mal familiar. Pasamos la infancia oyendo a mi padre montar planes extravagantes para cambiar de vida. Hubo un tiempo en que pensó comprar un castillo abandonado, rehabilitarlo y poner a sus hijos en el mantenimiento. Él iba a ser el Rey. No era broma, lo decía completamente en serio. Esto provocaba grandes discusiones entre nosotros: yo llegué a llorar porque no quería ocuparme del departamento de cocina mientras mis hermanos varones estaban en las caballerizas. Vean si no es extraordinario, ya desde pequeña luchaba por no perpetuar los roles. Mi padre soñaba con ser un señor feudal o millonario o las dos cosas. Hay mucha gente que comparte los mismo sueños, pero nosotros, genéticamente, nosotros nos los creemos. Nosotros deliramos. Mi padre se encontró en un contenedor en el barrio de la Estrella una copia de un cuadro de Munch y desde entonces sueña con que es un Munch de verdad y dice que en el hipotético caso de que el munch fuera auténtico nos daría un millón de las antiguas pesetas a cada hijo. Lo extraordinario es que en vez de discutirle la evidencia, es decir, que los munch no suelen encontrarse en los contenedores de la Estrella, lo que discutimos es lo escaso de la cantidad que nos concede, dado lo que debe valer un munch actualmente. Reconózcanmelo, un millón es una mierda. Ahí no queda todo, la otra tarde fui al MOMA a ver una gran exposición del pintor noruego, y no miento si digo que entré en la sala pisando fuerte, como entraría un coleccionista o un dealer, y después de emocionarme e inquietarme con esas pinturas que son historias de amor, miedos tremendos, celos y angustia, vi de pronto en un sitio destacado Las niñas en el puente, o sea, el que mis hermanos y yo llamamos el cuadro de papá, y sentí como una especie de orgullo familiar incontenible. La sangre, que tira. Con todo esto quiero decir que, genéticamente, somos proclives a grandes ilusiones y a grandes sueños. Si Luther King tuvo uno, nosotros tenemos cientos. Ayer salí a la calle, y fuera por los capullos de las acacias o fuera por el sol de la tarde, el caso es que me sentí con veinte años y pensando en el futuro. Pensé que me iba a dedicar a escribir una gran guía turística definitiva. Pensé en todos los sitios secretos que conozco aquí, en esos restaurantes baratos de este barrio de provincia en el que vivo, a los que me gusta ir sola y observar. Recomendaría cafeterías del ayer, restaurantes de camareros rancios y camareras que fueron jaquetonas en los años cincuenta, que siguen llevando el peinado y la pintura de aquellos tiempos, y te tratan con familiaridad imperativa. Sería un libro en el que ocuparía un lugar destacado La Rosita, casa de comidas cubana y puertorriqueña, en el que comen, solitarios, algunos profesores de Columbia, que te miran de reojo (como los anglos), y en el que se acodan en la barra los hispanos, que te miran con descaro. En La Rosita las camareras hablan del amor, y el cajero, que controla la sala desde su rincón, habla de la fugacidad de la vida con los clientes de edad. El tema esta semana ha sido Rocío Dúrcal. "Mírala, hermano, gran artista, pedazo de hembra, con éxito, dinero... Da igual, la muerte no mira. Oh, sí, para la muerte somos todos iguales". En La Rosita saben que Dúrcal era una estrella y la querían tanto que algunos, que la vieron en un teatro de Queens, se emocionan al recordarla. "Me gustas mucho", dice uno. "Me gustas mucho tú", contesta el otro. Yo bebo vino peleón y almuerzo bocadillo de puerco. No quisiera epitafios: quiero placas de honor en los restaurantes de mi guía. Aún no me he muerto, aún no he escrito la guía y ya pienso en la posteridad. La guía se llamaría: Aquellos sitios que no quisiera compartir con los turistas. ¿Y entonces?
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