Diario de París
- 25 de marzo. En la primera gran manifestación los estudiantes no arrasaron mi hotel, al que vengo desde hace muchos años, de puro milagro. Incendiaron la librería de las Presses Universitarires de France (PUF), que está muy cerca y hace esquina con el bulevar Saint Michel. No ha quedado nada. Era una de mis preferidas. Funcionaba desde los años treinta del siglo pasado. Daba gusto ver sus escaparates distribuidos por materias. Uno se dedicaba a los libros de historia. Otro a las novedades literarias. Otro a un solo autor. Y también había uno para esos pequeños e inimitables volúmenes de la colección Que sais-je? En los años del franquismo nos pegábamos por conseguir aquí algunos títulos prohibidos de esa colección enciclopédica. Recuerdo, por ejemplo, uno dedicado a la historia de España, de Pierre Vilar.
"He preguntado en el barrio y nadie cree que los estudiantes pegaran fuego a la librería"
"Todos deberíamos conformarnos con escribir un solo libro si es lo bastante bueno"
Ahora ya no existen ni aquellos escaparates ni lo que había detrás de ellos: una superficie de sólida y venerable cultura que ocupaba tres plantas del edificio. Una escalera estrecha con los retratos de grandes filósofos y escritores. Y sus empleados que parecían saberlo todo y que unas veces aconsejaban a los clientes y otras recibían consejos y sugerencias de los mismos profesores de la Sorbona. Todo esto se acabó. ¿Pondrán otro negocio menos inflamable, algún estúpido negocio aprobado por la Inquisición?
He preguntado en el barrio y nadie cree que los estudiantes prendieran fuego a la librería, como tampoco a la tienda de ropa de la cadena Gap que hay justo enfrente. Lo hicieron los casseurs (los que rompen), esos profesionales, no siempre jóvenes, del disturbio callejero que acuden a cualquier protesta masiva para convertirla en una revuelta incontrolable.
La estatua de Augusto Comte, antes rodeada de mesas y sillas de los cafés, está ahora protegida por vehículos con cañones de agua, excavadoras policiales, camiones celulares y toda clase de artilugios de guerra. Para tomarme el café y la tartine del desayuno en L'Ecritoire, debo mostrar mi identificación a un policía ataviado como un jugador de fútbol americano. El dueño del café ha pegado a este nuevo muro de la vergüenza el siguiente aviso: "Dígale a los policías que viene al café y le dejarán pasar". Casi nadie lo hace.
- 26 de marzo. Pierre y Michèle, amigos desde los años sesenta, creen que la ley del primer empleo sólo favorece al empresario. Con esa ley han pasado de un extremo al otro. De no poder despedir a nadie (y por tanto de no atreverse a contratar a nadie) a despedir a todos en el primer empleo y sin dar explicaciones. Pero la modificarán. Francia, dice Pierre, no debe parecerse en lo peor a los Estados Unidos. Lo peor para Pierre es que desde hace un año lucha encarnizadamente contra el cáncer. Me recibe sin apenas pelo, sin brillo en los ojos, muy flaco y frágil. Se arrodilla, como siempre hizo, para servir en la mesa baja las bebidas del aperitivo, y esta imagen resulta insufrible: es como si la enfermedad se arrodillara implorante ante la salud.
Paseamos al atardecer por la zona cero del barrio latino. En la plaza del Panteón hay un concierto para recaudar fondos para la lucha contra el cáncer. Pierre se sienta en un banco de la plaza. La fiesta está alrededor. Una señora con zancos y atuendo de payaso nos saluda. Con su mejor humor negro, Pierre comenta: "¿Habrá visto en mí un buen ejemplo de la lucha contra el cáncer?".
- 27 de marzo. Llamo a la escritora Elena Castedo. Está en París con su marido que es profesor del MIT, en Harvard. Ahora dicta un curso en la Sorbona. Las huelgas no han llegado a la Facultad en la que Denny imparte su seminario. Los visito en un piso que alquilaron por 2.000 euros al mes. Precios de París. Y Elena, que es en parte española, chilena y norteamericana, recuerda el día en el que me entregó el manuscrito de su primera novela, Paraíso, que luego quedó finalista en un premio importante en los Estados Unidos. Yo vivía entonces en Washington y luego de leer aquella novela la tranquilicé: "Aunque no escribas nunca nada mas, tu obra ya está terminada". En parte esto se ha cumplido. Porque ahora Elena tiene serias dificultades en publicar su segunda novela. Y yo no me atrevo a decirle que todos deberíamos conformarnos con un solo libro si ese libro es lo bastante bueno. ¿Para qué más? ¿Para repetirnos?
Elena y Denny aseguran que París es un museo pensado para el turismo. Todo está viejo, es impráctico y hermoso. En Francia, repiten, casi nada funciona.
Elena es una gran conversadora y mientras comemos antigüedades gastronómicas en una brasserie del barrio, cuenta su extraordinaria odisea al abandonar Vietnam meses antes de que lo hiciera su marido, entonces asesor económico de la embajada estadounidense en aquel país en guerra. Ella salió a toda prisa con un hijo pequeño y una sola maleta en autobús, y aquel largo viaje por los pueblos devastados de Vietnam le permitió conocer a la gente que salía de sus casas para rodearlos y mirar al niño, y seguirlos por las calles ya que nunca antes habían visto un niño rubio al que deseaban tocar para asegurarse de que era de carne y hueso. ¿Por qué no escribe esta historia, tal como la cuenta, y se la manda al semanario The New Yorker? Denny está de acuerdo. Debe escribirla. Pero Elena pone cara de susto. No es fácil escribir como se habla, y en realidad esta es la mejor escritura.
- 28 de marzo. Mañana será la gran manifestación. Un millón de manifestantes y cuatro mil policías a las calles.
Camino, una vez mas, hacia mi sesión de análisis y paso ante el antiguo hotel de la Paix, en el que Freud se alojó durante su primera estancia en París. Pura casualidad, supongo, que al final de esta misma calle me espere mi psicoanalista que es un filólogo lacaniano, o al contrario. Poco importa. Mi inconsciente se expresa tan pronto en francés como en español. El tema de la escritura interior y de la tensa espera que precede a la publicación de mis Diarios, adquiridos por Destino, es el tema central de la sesión. Vivo estos aplazamientos como si fueran revisiones semestrales de un cáncer al parecer curado. Durante media hora son muchas las cosas que uno puede decir, aunque no las quiera decir.
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