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Cuenta y razón de un alto el fuego

El anuncio del alto el fuego escenificado a su modo por ETA, el pasado miércoles 22, provoca algunas reflexiones:

Primera. Este alto el fuego no es el resultado de una evolución interna del pensamiento político y del posicionamiento estratégico de la organización terrorista, sino el fruto obligado de la confluencia simultánea y sostenida de tres factores externos. A saber:

1. La imposibilidad material de conseguir, siquiera sea aproximadamente, los objetivos de la organización terrorista. Ni el logro de la independencia de Euskadi ni -mucho menos- la implantación de un Estado socialista están al alcance de ETA por los medios que utiliza, que no son de recibo en el contexto en que se desenvuelve su acción violenta. Lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible.

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2. La represión policial y judicial, acentuada por la enérgica política del Partido Popular (Pacto Antiterrorista y Ley de Partidos). Debe reconocerse el éxito de esta acción, pese a las reservas que se hayan podido oponer a la Ley de Partidos.

3. La trivialización comparativa del nivel de la violencia etarra. Así, y aunque sea terrible entrar en este tipo de ponderaciones, ¿qué significa, desde el punto de vista de su repercusión mediática y de su incidencia política, el asesinato de una o varias personas, frente a acciones de una dimensión enorme como la del 11 de septiembre o la del 11 de marzo?

Segunda. El alto el fuego proclamado por ETA ha de tener una respuesta clara y definida por parte del Gobierno, entre otras razones porque el propio alto el fuego se inserta en un largo proceso de encuentros y conversaciones previos, en los que ambas partes han puesto sobre la mesa algunas de sus cartas. Hay tres coordenadas que marcan el terreno en el que debe desenvolverse la respuesta del Gobierno: no se puede pagar un precio político por la paz, no se puede suspender en ningún punto la vigencia del ordenamiento jurídico y no se puede menoscabar en ningún caso la dignidad de las víctimas.

Sobre esta base, parece claro que la negociación entre el Gobierno y ETA sólo admite un acuerdo en el que el cese definitivo de la violencia y la entrega de las armas por parte de ETA tenga como contrapartida otorgada por el Gobierno la legalización de Batasuna, así como distintas medidas de gracia para los presos de ETA, primando a aquellos que no tengan las manos manchadas de sangre. Este acuerdo deberá insertarse dentro del marco definido por las normas jurídicas positivas, interpretadas -eso sí- de acuerdo con "la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y a la finalidad de aquéllas", tal y como dispone -con carácter general y dentro de la mejor tradición jurídica europea- el artículo 3, párrafo 1º, del vigente Código Civil.

Ahora bien, es cierto que son muchas las voces que se alzan en el sentido de que -además y al lado de esta "mesa sobre armas y presos"- se habría de constituir otra mesa -"mesa política" la llaman- en la que todos los partidos debatirían el futuro político de Euskadi. Lo que sería, en principio, razonable, si no se alzasen de inmediato dos reservas:

1. Esta "mesa política" no puede partir de cero, como si de una instancia constituyente se tratase. Un Estado es, en esencia, un sistema jurídico, es decir, un plan vinculante de convivencia en la justicia articulado sobre la base del único principio ético de validez universal no metafísico, a saber, que el interés general de todos los ciudadanos ha de prevalecer sobre el particular de un grupo. Un Estado ha de respetar sus leyes por ser éstas la expresión de su propio ser, por lo que, si las incumple, se niega a sí mismo. De ahí que esta "mesa", de llegar a constituirse, debería partir de las normas existentes y proceder de acuerdo con ellas. Lo que nos lleva a la otra reserva anunciada.

2. Si ha de fundarse en la legalidad vigente y debe actuar conforme a sus preceptos, ¿qué falta hace crear una nueva instancia, aunque sea tan aparentemente inocua como una "mesa", cuando tenemos las instituciones propias del sistema democrático por el que se rige nuestra convivencia? Tal "mesa" sería, por tanto, innecesaria por redundante; pero es que, además, su sola creación supondría una deslegitimación implícita de las instituciones democráticas, al generar como mínimo la imagen de que se parte desde cero y, lo que es peor, de que este debate político en una sede "nueva" es consecuencia directa del alto el fuego y, por consiguiente, efecto indirecto de la presión que ETA ejerció con la fuerza de las armas. Esto no lo puede admitir ningún Estado merecedor de tal nombre.

Ahora bien, esta remisión al funcionamiento normal de las instituciones del sistema democrático no debe propugnarse con la finalidad oblicua de cerrar el paso a la toma en consideración del derecho a la autodeterminación que reivindica un sector de los nacionalistas vascos, del mismo modo como -a no tardar- lo reivindicará también una parte de los nacionalistas catalanes. Antes o después -y también desde el punto de vista exclusivo de los intereses generales de España- habrá que superar el tabú de la secesión de Euskadi y Cataluña, por tratarse en esencia de un problema interno de ambas comunidades. Pues, en efecto, son ellas las que han de aclarar -de una vez por todas- qué es lo que de verdad les conviene y, en consecuencia, quieren: su independencia o su integración en un Estado federal español. En el bien entendido de que las reglas de este Estado federal han de ser definidas por todos los españoles, no por catalanes y vascos bilateralmente con el Estado, bajo la presión de una amenaza de secesión.

Nada hay, en política, que sea dogma ni que tenga el carácter de permanente e inalterable, pero la claridad y la estabilidad de las estructuras jurídicas constituyen un doble requisito básico de su eficacia. No podemos permitirnos el lujo de jugar con la ambigüedad de las palabras, ni de instalarnos en un permanente tejer y destejer. La superación del tabú de la secesión obligará a la asunción de sus responsabilidades por todos aquellos que en la actualidad las eluden, al ponerlos ante una disyuntiva que afecta de manera radical y directa a sus intereses. Empresarios -que tanto y tan cuitadamente callan-, sindicalistas -también cuidadosa e interesadamente silentes-, profesionales y obreros -opacos hasta el extremo- han de hablar de una vez. La política es algo demasiado serio para dejarla exclusivamente en manos de los políticos: unos políticos sin cuarteles de invierno que muchas veces están defendiendo sólo lo suyo. Cualquiera de las dos salidas apuntadas -secesión o integración en un Estado federal- será mejor que permanecer en una prolongada situación de indefinición e incerteza, en la que se emponzoñan los sentimientos, se radicalizan las posturas y se deja el campo abierto a los desaprensivos, los mediocres y los aprovechados de toda laya. Antes o después habrá que llamar a las cosas por su nombre y superar el tabú de la secesión, tanto de Euskadi como de Cataluña. Se está aproximando, lenta pero inexorablemente, el momento de la verdad.

Juan-José López Burniol es notario.

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