Costes y precios políticos
La situación no deja de ser excepcional. Estamos en puertas de lo que parece ser la desaparición de ETA, una organización con casi 50 años de existencia, que ya en los lejanos tiempos del Plan de Estabilización del franquismo decidió utilizar la violencia para expresar su radical oposición al régimen. Y hará pronto 40 años del que fue el primer asesinato de ETA en los inicios de la larga agonía de la dictadura. En medio, un millar de víctimas directas, cerca de un millar de personas en la cárcel. Miles y miles de damnificados y de afectados por esa larguísima trayectoria de uso de la violencia terrorista como expresión de una posición aparentemente política que en la práctica resultaba cada vez más difícil de explicar, más allá de la reiteración del círculo dramático de la violencia y la represión consiguiente. Y todo un pueblo atravesado por las tensiones que esa larga trayectoria de crímenes, extorsiones y represión ha generado. No es necesario abundar en ello, conocemos los detalles. Pero conviene no olvidar esa larga pesadilla para, por una parte, evaluar en su justa medida la excepcionalidad del momento actual y, por otra, evaluar qué precio se está dispuesto a pagar por acabar con todo ello y qué costes de futuro comporta cada opción que se tome.
Estamos todo el día oyendo hablar de que no se debe pagar "precio político" alguno por el fin de la violencia etarra. Pero ¿es ello posible? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de "precio político"? Seguramente es prematuro ponernos a elucubrar sobre qué distintas alternativas de negociación puedan darse en un proceso que todo el mundo ve largo, complejo y sinuoso, y más cuando estamos simplemente al principio del inicio de todo ello. Pero al mismo tiempo, los distintos actores políticos y sociales implicados en la cuestión están estos días dándole vueltas al tema del "precio", de tal manera que en torno a los dilemas que esa incógnita plantea se establecen fronteras y líneas rojas, aunque nadie se atreva a concretar de qué se trata. ¿De qué hablamos? ¿Hablamos de que no es políticamente aceptable el acercamiento de los presos desde sus actuales lugares de reclusión a prisiones más próximas al País Vasco? ¿Hablamos de que no puede salir ni un solo miembro de ETA de cárcel alguna hasta que haya cumplido íntegramente sus penas, incluyendo en ello la discutible interpretación del Tribunal Supremo sobre la no posibilidad de acumular penas? ¿O más bien nos referimos a la necesidad de legalizar a corto plazo a Batasuna para que pueda acudir sin problemas a las próximas elecciones municipales de mayo de 2007? ¿Mezclamos ahí mejoras sustantivas del autogobierno vasco? ¿Estamos hablando de independencia? ¿Entendemos que las referencias a Navarra y a Francia constituirán los verdaderos nudos gordianos del proceso de negociación política entre partidos?
Como bien sabemos, el desarrollo de la negociación tendrá dos escenarios. En el más estrictamente vinculado al fin de la violencia de ETA se discutirá esencialmente de desarme, de presos y de reinserción. El ejemplo irlandés es en este sentido inexcusable, aunque en el caso vasco no debamos afrontar el choque armado entre comunidades que se daba allí. Y lo esperable es que se acerquen los presos (lo que de hecho implica política, en este caso política penitenciaria). Lo esperable es que se trate la cuestión de los presos con mucha cautela y que se proceda por fases, buscando salidas personalizadas a los encarcelados, atendiendo a su vinculación mayor o menor con delitos de sangre, de manera escalonada y con todas las precauciones y garantías necesarias, atendiendo cada caso de manera personalizada, como de hecho se ha ido haciendo en Irlanda. Estos días, las voces procedentes de las víctimas apuntan a visiones plurales, llenas de matices en algunos casos, que muestran que es posible avanzar por ahí siempre que se respeten sentimientos y se trabaje con los tiempos adecuados. Los costes emocionales y las sensibilidades personales aconsejan ir con mucho tiento, pero sin dejarse llevar por apriorismos o simplificaciones reduccionistas.
El otro escenario es el más propiamente político. Y en ese terreno, aunque pueda parecer más aparentemente liviano el tema, los cálculos de unos y otros, la posibilidad de rentabilizar o no ciertas decisiones, la constante tentación de aprovechar los avances y retrocesos que se produzcan en el proceso de cese de la violencia para contaminar en beneficio de unos u otros las expectativas políticas, pueden acabar convirtiendo ese escenario en un campo plagado de contratiempos. Ya estamos viendo algo de ello estos días. Desde los sectores más radicales del Partido Popular se apunta a no dejar pasar ni una, ya que un éxito arrollador del proceso probablemente se imaginan que pueda echar por la borda tantos esfuerzos por controlar el debate político en España en las coordenadas que mejor convenían a los populares, identificando el binomio violencia y nacionalismo como el enemigo al que batir. Para los socialistas, el inicio del proceso pacificador en el País Vasco consolida la apuesta de Zapatero de recentrar al PSOE como partido capaz de entender las tensiones periféricas y darles salida ordenada. De salirse con la suya, eso haría muy difícil a corto plazo el posible acceso del PP al gobierno, pero al mismo tiempo colocaría a los socialistas en la aparentemente difícil tesitura de en qué espacio político buscar alianzas, con los costes que puede arrostrar optar por unos u otros. Para el PNV, la inevitable legalización de Batasuna complica el panorama político, al romper el eje violencia-no violencia como dilema básico del nacionalismo vasco, para encauzarlo en las nuevas coordenadas derecha-izquierda. Batasuna debe iniciar un complicado camino de refundación política en el que ya no podrá movilizar y encuadrar su voto como prueba de resistencia heroica, sino que le obligará a definirse en temas muy concretos y específicos. Y más allá de la dinámica partidista, desde todas las autonomías, especialmente desde Cataluña, se observará con lupa qué mejoras en el autogobierno se consiguen en Euskadi, ya que las lecciones que se puedan sacar de ello no son precisamente de rango menor. En definitiva, sólo estamos empezando. Pero, al menos de momento, hemos de disfrutar de la sensación de alivio que empieza a circular y celebrar que podamos hablar de costes y precios políticos, y no de muertos o de violencia, a la hora de debatir opciones de gobierno, alternativas ideológicas o encajes territoriales.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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