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Columna
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Tontos por ciento

Comienzo por afirmar que no creo en absoluto que en España haya corrupción en las operaciones urbanísticas, ni mucho menos en las adjudicaciones de las obras públicas, como algunos irresponsablemente dicen por ahí en corrillos y bares. Sin embargo, lo que me parece interesante del ya olvidado asunto del 3%, que apuntó en su día Maragall, o del más reciente de Canarias, encabezado por la llamada (y presunta) Miss 20%, y de otros casos similares mucho más cercanos, no es que estos sean o no ciertos, sino que, en el supuesto de que lo fueran, mostrarían a las claras la mediocridad de la corrupción misma. Desde un punto de vista exclusivamente técnico, incluso podría demostrarse que en España, hasta la corrupción estaría mal diseñada (sea cual sea el criterio que utilicemos para ello). Miren si es grande nuestra desgracia.

Para empezar, el 3% (o el 20%) de "contribución" sobre cualquier cantidad absoluta que se considere, se parece mucho a un impuesto de carácter proporcional y, en consecuencia, nada progresivo. Simplificando mucho, ello significaría que, en términos relativos, daría lo mismo construir una autovía completa que edificar un sencillo chalet adosado. No me parece justo. En segundo lugar, digámoslo claramente, este tipo de contribución fija dispone de escasa estabilidad recaudatoria, en la medida en que los ingresos totales obtenidos dependerían a la postre de las diversas fases (expansivas o recesivas) por las que atraviesa el ciclo económico. Y eso sin contar con que, a menos que el sistema considere adecuadamente la evolución de los precios, los beneficiarios de la "donación" pudieran convertirse en presa fácil de la tan temida ilusión monetaria, y acabaran, con el tiempo, reduciendo sus ingresos reales.

Tampoco serviría desde luego como elemento estimulante de la competitividad en el mercado, porque si, por ejemplo, todos deben pagar un 3% ¿cómo se diferenciaría al empresario generoso y desprendido que estuviera dispuesto a llegar, pongamos por caso, hasta el 7%, para contribuir así más intensamente al bienestar general de los recaudadores y, por tanto, a la sociedad a la que estos sirven con empeño digno de mejor causa? Habríamos de suponer, asimismo, que este 3%, o 20%, se dirige a financiar directamente gastos corrientes del agraciado, con lo que ni siquiera se garantizaría por este medio un aumento de su capital, en concepto de patrimonio. Sería, pues, de desear que cuando menos el aporte fuera finalista (por ejemplo, solo aplicable para inversiones).

Además, está la cifra. ¿Por qué el 3% o el 20%, y no el 5% o el 16%, como el IVA? ¿Quién diseñó el monto exacto? ¿Qué informes lo avalan? Puestos a cobrar, una cifra redonda, 10%, podría ser una cantidad intermedia razonable; incluso pudiera aprovecharse para establecer una tarifa por tramos y convertirla en progresiva. ¡Que pague más en proporción el que más negocio realiza! como hacen en Dinamarca o Suecia con los impuestos. Eso sería mucho más justo y redistribuidor. A la larga, con una contribución bien diseñada, podríamos exhibir los ayuntamientos, las diputaciones, e incluso los partidos políticos, más fuertes del mundo, con fundaciones, periódicos, cadenas de televisión, equipos de fútbol, fondos de pensiones, y hasta spa. Y lo que es aún más importante, mantener una fuente de empleo inagotable que jugaría como factor anticíclico en las recesiones, aumentando de paso el interés de los ciudadanos por su participación activa en la política.

Huelga decir que todas estas consideraciones técnicas sobre la eficacia del "impuesto" serían de aplicación tanto a los recaudadores de izquierdas como a los de derechas, pero reconozcamos que alcanzarían mayor relevancia en éstos últimos, puesto que sacarían a la luz importantes contradicciones con el pensamiento neoliberal del que son deudores; entre otras cosas porque el sistema obstaculizaría la libre concurrencia en el mercado (por ejemplo, entre los que están dispuestos a pagar y los que no). Para la izquierda, también, desde luego, pero menos; porque, en el fondo, a esta el mercado le importa un bledo, según se oye decir a menudo.

En fin, afortunadamente este tipo de análisis resulta ya totalmente inútil porque sabemos que la corrupción es, desde hace tiempo, cosa del pasado, pero me ha parecido interesante como ejercicio práctico, aunque solo sea para demostrar que los economistas somos capaces de opinar sobre cualquier cosa, por muy disparatada que ésta nos pueda parecer.

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