Manos limpias
Día a día, la corrupción no deja de extenderse por la Comunidad Valenciana. En estos momentos, se diría que alcanza ya a todo el territorio de punta a cabo. No hay mañana en la que, al abrir el periódico para enterarnos de lo sucedido el día anterior, no nos encontremos frente a un caso u otro de corrupción. No hace mucho que el fenómeno ha alcanzado ese carácter de suceso habitual; hasta ahora, se producía con una cadencia más bien lenta. De tanto en tanto, y casi siempre de la mano del urbanismo y de la construcción -los motores de nuestra economía-, aparecía algún caso aquí y allá. En las últimas semanas, sin embargo, todo se ha precipitado y la corrupción se desborda de una manera imparable. Al menos, esa es la sensación que se tiene desde la calle.
Orihuela ha sido clave en este cambio de percepción que ha registrado la opinión pública. Ha bastado que el fiscal Briones imputara al alcalde de la población, José Manuel Medina, y a varios empresarios, para que las señales de humo, percibidas desde hacía tiempo, se convirtieran al instante en un incendio. Es el resultado del poder, inmenso, que tiene la prensa. Los hechos estaban ahí, a la vista de todo el mundo, pero no han adquirido presencia hasta que no han aparecido impresos en grandes titulares. A partir de ese momento, todo ha cambiado y ya podemos indignarnos o asombrarnos según corresponda.
En este incendio de Orihuela, las declaraciones del empresario Fenoll han añadido más leña al fuego. Con independencia del valor que les den los tribunales, las acusaciones dibujan de manera escandalosa hasta qué punto la política de la Vega Baja está infectada. La desvergüenza que manifiestan las conversaciones publicadas en los periódicos, las cifras de soborno que se mencionan, el cinismo con que se habla de lo público, fijan un cuadro de podredumbre difícil de soportar. Ante esto, hay quien afirmará que así son las cosas. Por fortuna, dos mil ciudadanos de Orihuela no pensaban igual y se manifestaron para decirlo en voz alta.
En este confuso panorama, el escándalo del subsecretario de Territorio, Ramón Doménech, no ha podido sobrevenir en peor momento para el Gobierno de Francisco Camps. Por más que Rafael Blasco predique la honorabilidad de su subordinado, será difícil convencer a la opinión pública de que Doménech no utilizó información privilegiada para su negocio. La audacia de Blasco cada vez que le salpica uno de estos asuntos es asombrosa. Escuchándole, uno diría que el consejero no se conforma ya con hacer las leyes urbanísticas, sino que también pretende imponernos su moral. Pero, bien pensado, ¿qué otra cosa puede hacer cuando su subsecretario compra una finca que puede multiplicar por cuatro su valor con una decisión de la propia consejería?
Ante las denuncias del empresario Fenoll, el portavoz Esteban González Pons ha intentado desmarcar al Gobierno. La cuestión, ha dicho Pons, no es propia del Consell y, además, no interviene en ella nadie del Partido Popular. Ciertamente, eso es así. Pero González Pons, que es un hombre inteligente, sabe que no basta afirmar esto para verse de inmediato libre de cualquier sospecha. Al grado que ha llegado la corrupción en la Comunidad Valenciana y, especialmente en la Vega Baja, la mancha de aceite rebasa cualquier límite y cada día es más difícil convencer a los ciudadanos. Si, además, los principales apoyos del presidente del Gobierno resultan ser personas envueltas en uno u otro escándalo, quizá convenga dar algo más que explicaciones para no agotar el crédito.
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