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Columna
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Espacios públicos de la cotidianidad / y 4

Evocaba en mi columna del sábado pasado el fin del idilio de Sartre y Simone de Beauvoir con St. Germain des Près. La avalancha turística y la notoriedad de la pareja habían devorado su tranquilidad creadora y les habían hecho emigrar del café de Flore al sótano del Hotel du Pont Royal y a su recóndito bar, pero cuyas mesas en forma de barril eran poco favorables a la escritura. Su búsqueda de un ámbito más propicio les llevó a interrumpir su vida de hotel y a buscar el refugio de un espacio propio. Beauvoir recala en una habitación amueblada en la calle de la Bûcherie y Sartre cede a las presiones de su madre y se instala durante 16 años en su casa, en el 42 de la calle de Bonaparte, desde donde domina la terraza de los Deux Magots y toda la plaza de St. Germain des Près. Este cambio de alojamiento viene acompañado de una modificación sustancial de su modo de vivir: presidido por el orden, con escasas salidas nocturnas, formalismo de su indumentaria (la mayoría de las fotos de esta época nos lo muestran con chaqueta y corbata) y una redoblada intensidad de su trabajo intelectual que no disminuye la exigencia de su compromiso político. Sus tomas de posición contra la guerra, la corredacción del manifiesto que firman 121 intelectuales defendiendo la insumisión y las continuas críticas a la Argelia francesa provocan las amenazas de la OAS y los dos atentados de que es objeto, uno en el despacho de Les Temps Modernes y otro en el domicilio de su madre, que le deciden a desaparecer durante cierto tiempo.

Esta segunda clandestinidad, como la llama en una de sus cartas, se termina con su vuelta a Montparnasse, en donde vivía ya Beauvoir en un pequeño estudio de artista que había comprado con el dinero de su premio Goncourt. Sartre, que había sentido siempre debilidad por los pisos altos y la perspectiva de tejados, alquila un apartamento en la décima planta del 202 del Boulevard Raspail, donde Simone viene a escribir todas las tardes. Sartre trabaja y viaja; Rusia, Japón, Italia, y cuando vive en París come con frecuencia en La Coupole, que con sus 22 columnas en las que se han ilustrado los pintores del barrio y su transformación multiusos -café, restaurante, brasería, dancing, etcétera- lo ha convertido en la cita inexcusable de artistas y escritores. Todo ello le aleja, a Beauvoir también, de la anécdota cotidiana de la política francesa. Y mayo del 68 es para ellos una sorpresa exaltante y su adhesión es absoluta. En su intervención en Radio Luxemburgo del 12 de mayo Sartre afirma que lo mejor que pueden hacer los estudiantes con la Universidad que tienen es destruirla y poner otra en su lugar. Afirmación reproducida en miles de octavillas que se distribuyen por todo el Barrio Latino. El 20 de mayo, Sartre acepta la invitación para intervenir en la Sorbona. Allí sostiene que el poder no puede darles lo que piden, porque lo quieren todo, es decir, la libertad. A la vuelta con Simone y otros compañeros entran en el vecino café Balzar, que es el café de su infancia donde su abuelo lo llevaba los domingos a tomar un culín de cerveza, como nos cuenta en su Autorretrato a los 70 años. Mayo del 68 supone un grado más en la radicalización izquierdista de Sartre. La creación del diario Libération y de La Causa del Pueblo y su total identificación con el movimiento maoísta son su último gran compromiso político, que no tiene consecuencias policiales para él, porque como dice entonces De Gaulle "no se puede meter a Voltaire en la cárcel". Sartre, consumido, ciego y pobre muere en 1980. Consecuente con su ruptura con los honores del mundo burgués y su rechazo del Premio Nobel, no quiere que lo entierren en el Panteón -eso queda para Malraux- sino en el cementerio de Montparnasse. Con la muerte de Beauvoir, a quien se da sepultura a su lado, se cierra la Ceremonia de los Adioses. Gracias a ellos, a su cultura de la resistencia, ha sido posible que sigan vivos algunos de los espacios públicos -cafés, calles y barrios- más emblemáticos de París. La cultura a veces funciona.

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