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Columna
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Adoquines y botellas

En su edición del viernes, el diario británico The Times comparó, sin un objeto demasiado claro, las botellonas masivas del fin de semana en nuestro país con las pedradas de los estudiantes en el vecindario de La Sorbonne, en París. Supongo que buscaban el contraste, la ironía, como algunas de las cartas al director que recibió este periódico: mientras los jóvenes franceses se arrojan a la calle para pelear por sus derechos y se sirven de los adoquines (la tradición manda) contra todos aquellos que pretenden reducirlos a meros monigotes, en España los universitarios prefieren cubrir las aceras de botellas hechas añicos y charcos de vomitera. No cuesta nada adherirse a ese lugar común y repetir que no tenemos remedio, que España vivirá perpetuamente hundida en el oscurantismo, la comodidad y los rosarios, que Europa empieza en los Pirineos, etcétera, pero quizá así no arrojemos excesiva luz sobre el conflicto de la botellona y sus posibles soluciones: y cuando hablo de soluciones, hablo de medidas realistas, efectivas, comprometidas con la situación social, que no se escuden en utopías de parroquia (apertura nocturna de polideportivos) o cuartelazos (prohibimos todo y se acabó). Se habla mucho de los efectos adversos que estas celebraciones provocan en los vecinos, el urbanismo, la higiene pública, pero pocos se preocupan de indagar sus causas. A mí, después de observar la situación, me parece que el Times acertó quizá sin quererlo y que las algaradas parisinas y nuestros torneos etílicos comparten ciertas trazas comunes: ambos son actos de protesta. Las concentraciones no se producen con la intención exclusiva de contaminar la sangre de alcohol: se trata más bien de tomar la calle, de colapsar la ciudad, de demostrar a todo el mundo que están allí y pueden hacerse un hueco desobedeciendo la interdicción y los cotos vedados de caza.

Si los jóvenes se resignan a beber en la calle es porque su economía no les permite acceder al bar de copas que se encuentra enfrente. En el plano social, esa exclusión se repite a varios niveles: el bar con los precios demasiado altos es también la empresa con sueldos de asfixia y contratos que sirven para limpiarse las narices, es también la hipoteca a la que un bolsillo anoréxico no puede aspirar, es un medio político desde el que se mira al joven con una especie de sonrisa de benevolencia y se le acaricia el lomo con festivales y becas antes de negarle toda influencia práctica. Los antropólogos nos enseñan que el carnaval, las saturnales, las verbenas y los sanfermines buscan todos un objetivo común: arrancar el tapón a la gaseosa, dejar libre la boca del géiser, permitir que las frustraciones cotidianas del padre de familia y del ama de casa y del oficinista humillado por su jefe y de la administrativa a la que no salen las cuentas reciban la pomada de un poco de baile, chistes y embriaguez. Por todo esto, el estruendo que provocan las botellonas y los planes maquiavélicos para neutralizarlas huelen insoportablemente a hipocresía, a doble rasero: no puede imputarse nada a estos eventos que no sea también el pan doméstico de cualquier festejo popular. Si se condena la ingesta masiva de alcohol, entonces que den carpetazo a la romería del Rocío o a la feria de Sevilla, donde las incidencias no se limitan a una botella rota contra el cráneo de un vecino de borrachera; si lo que molesta son los cortes de tráfico y las calles vedadas al inocente transeúnte que desea ir a comprar el periódico, eliminen el tránsito de las cofradías en Semana Santa y la apropiación indebida de las ciudades por señores embozados con capuchas; si conculcamos la suciedad y el pésimo estado del mobiliario urbano después de la tormenta, acabemos con los carnavales, que convierten las aceras en basureros al aire libre. Prohibir no es la solución, sino integrar: el desenlace de todas estas diatribas pasa por un compromiso serio con la juventud y por eliminar de una vez la imagen que los presenta como inútiles que sólo sirven para usar el móvil y jugar a la consola. ¿Quieren acabar con los adoquines y las botellas, quieren despejar La Sorbonne y La Cartuja? Entonces mejoren la vivienda y el empleo y déjense de tanta policía.

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