Entre París y Madrid
La primavera se ha detenido a las puertas de París, el viento pasa a cuchillo las orillas del Sena y avanza por los bulevares. En el Café de Flore sólo está prohibido, más bien desaconsejado, fumar tabaco de pipa aromatizado, cuyos efluvios, aclara la nota impecable, podrían molestar a la selecta clientela. En el Flore y en Les Deux Mágots, los dos cafés existencialistas y vagamente bohemios de Saint Germain des Près, los fantasmas de Simone y Jean Paul se difuminan en la humareda. Sartre-Beauvoir, se llama ahora está mítica encrucijada del barrio latino en la que esta tarde desapacible resuenan los coros de la nueva revuelta; los gritos, las consignas de estudiantes y sindicalistas, reaniman el ectoplasma sartriano, ecos de mayo del 68, cuando el viejo filósofo se transmutó en repartidor callejero de panfletos maoístas. Hoy no se trata de cambiar el mundo sino de cambiar la ley, el CPE, contrato para esclavos lo llaman los manifestantes, contrato para el empleo precario y para el despido injustificado, y por tanto injustificable, durante los dos primeros años de empleo.
Una enorme luna llena y anaranjada flota como un globo sobre la ciudad globalizada y tengo la mala ocurrencia de parar un taxi que no tardará en quedar varado en la cola de la manifestación, grandiosa oportunidad para que el taxista veterano y nostálgico de la grandeur del general "De Gaulle" despotrique a su gusto, a izquierda y derecha, contra los políticos de hoy, los policías de hoy, los estudiantes de hoy y los sindicalistas de siempre. Una fanfarria de sirenas y silbatos sirve de fondo para la diatriba, pasan más de 50 furgones cargados de gendarmes claustrofóbicos. Sarkozy, el ministro del Interior, también tiene su grandeur, le encantan los alardes de fuerza, comenta el airado taxista antes de subir el volumen del CD de a bordo, música de ópera, más grandeur, mi anfitrión interrumpe su colérico discurso para contarme que es descendiente directo del gran Massenet, Jules Èmile Fredéric Massenet, el autor de Manon; amansado el auriga, recuerda a Alfredo Krauss en su versión de otro clásico familiar, el Werther y quiere saber si Plácido Domingo es español o mexicano. Algunos minutos y muchos euros después, superados los últimos escollos de la manifestación, el taxista vuelve a las andadas para relatarme un fraude inmobiliario que le perpetraron cuando compró un bungaló en la provincia de Alicante hace unos años y el interminable proceso que sigue ante los tribunales españoles. Ahora les toca el turno a los jueces y a las demoras judiciales. Con el general, se despide el conductor, no pasaban estas cosas, me bajo sin darle propina y sin osar preguntarle a qué general se refiere.
Unas 12 horas después me subo a otro taxi en la terminal 2 de Barajas, víspera del "Botellón de Botellones", no hay sirenas, ni silbatos, ni música de ópera, sino bocinas histéricas y contertulios crispados en la Cope que vierten el cáliz amargo de todos los botellones sobre Zapatero y su ministro del Interior; uno de los cantamañanas habituales se deshace en elogios a Sarkozy y otorga su apoyo incondicional a Villepin con todas sus letras mal pronunciadas; luego, entrando en honduras y repartiendo estopa los corifeos alaban la reforma laboral francesa al tiempo que recriminan a los jóvenes botelloneros por su nihilismo y les invitan a manifestarse por razones tan nobles como las de sus colegas galos. Nadie repara en la contradicción, los voceros sagrados manejan la paradoja y el oxímoron, sin rubores, están dispuestos a mover montañas, de lógica y razón, sólo con las armas de la Fe y de la FAES, Dios está de su parte y el Espíritu Santo se manifiesta por sus bocazas, aunque no se muestra muy pródigo con sus acólitos en el reparto de elocuencia y discernimiento. El sanedrín radiofónico enmudece, el conductor sintoniza ahora un programa deportivo para seguir sufriendo porque, como indica la pegatina del salpicadero, es del Madrid y este año toca sufrir. El Madrid necesita mano dura, sentencia, tendríamos que traer a Fabio Capello, que en unas recientes declaraciones agradecía a nuestro general, pequeño y sin grandeur, haber puesto algo de orden entre los españoles. Otro taxista que se queda sin propina.
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