La sinrazón
En Barcelona, como algunos habían previsto, la absurda convocatoria de una competición para ver qué ciudad atraía a más gente a su botellón acabó en un rosario de graves incidentes. Pero lo que nadie pudo anticipar fueron los pillajes que acompañaron a los enfrentamientos con la policía: desde ordenadores hasta alimentos y libros. Los de siempre -no los antisistema, seguramente, sino un grupo de jóvenes amantes del daño por el daño, de la violencia por la violencia- acabaron quemando portales, persianas e interfonos; destruyendo a mazazos cristalerías de comercios y bancos, e incendiando numerosos contenedores por todo el Raval, o lo que es lo mismo: acabaron perjudicando a los más débiles de la escala social, pues ésta es la condición de la gran mayoría de los habitantes de Ciutat Vella.
Si ya era insustancial salir en los medios de comunicación como la ciudad cuyos jóvenes ganaban la competición de la gran borrachera colectiva, lo que finalmente se ha logrado ha sido mucho peor: que Barcelona encabece la clasificación del vandalismo y de la violencia gratuita, la del sinsentido y la sinrazón.
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